04 abril, 2021

FEMINISMO Y EVOLUCIONISMO: ALIADOS, NO ENEMIGOS


Por: Antonio Chávez

RESUMEN

De entre todas las ciencias, las asociadas al ser humano y las diferencias sexuales, como la biología y la psicología evolucionista, son vistas cual siendo enemigas del feminismo, por las propias feministas y también por quienes se oponen al feminismo. La ciencia, en principio, no es sino lo que hacen ciertas personas bajo instrucción y entrenamiento especial, los científicos: la ciencia puede naturalmente estar bajo la influencia de los prejuicios de éstos. En tanto seres humanos normales con cerebros normalmente socializados y expuestos a la cultura, los científicos pueden simplemente no ser conscientes de sus propios prejuicios ni de cómo éstos empujan su trabajo en dirección a confirmarlos. En este extenso artículo se mostrará que el evolucionismo presenta sesgo de género, vinculado a normas y roles sociales fuertemente estereotipados, en la representación de los presuntos roles ancestrales de nuestros antepasados mujeres y hombres, y una desigual visión del aporte de ambos a la evolución humana. Así, se verá que en realidad no son la biología ni la psicología evolucionista fundamentos para refutar al feminismo, y que no estamos ante marcos teóricos opuestos ‘biología vs. feminismo’ sobre la naturaleza humana: el enemigo son los estereotipos sexistas que afectan la investigación evolucionista, y, puesto que están profundamente arraigados en la cultura y la mente, es necesario un enfoque de género como herramienta de trabajo para identificarlos y evadirlos, enriqueciendo el conocimiento sobre la especie humana.


INTRODUCCIÓN

No es necesario definir qué es la biología o la evolución. Baste decir que la evolución es un hecho sólidamente demostrado, algo que simplemente ocurre en la realidad incluso si se niega o no se crea que exista. Además, es una de las más formidables teorías científicas, cuyo poderoso alcance explicativo va más allá de lo puramente biológico, más allá de los espectaculares fósiles de peces con patas, hombres-simios, y la resistencia a los antibióticos: la mente y la cultura también evolucionan. Lo que no es meramente metafórico: la evolución biológica del ser humano es inseparable de la aparición y la transformación de la cultura en nuestra historia, como especie, y como individuos que se desarrollan inmersos en una sociedad y una cultura. Cada vez más científicos están convencidos de que, de hecho, sin evolución cultural no hubo, y no hay, para el caso de la especie humana al menos, evolución biológica. Evidentemente, los movimientos y las luchas sociales, como el feminismo, están integrados en esta realidad. También es evidente que no todos, dentro de una sociocultura, estarán de acuerdo con las causas o las metas de las luchas sociales, en virtud de la enorme diversidad psicológica y social humana. Entonces sí es necesario definir qué es el feminismo: simplemente, la búsqueda de la igualdad de derechos entre mujeres y hombres en relación a una dominación masculina. Y también hay que decir qué no es el feminismo: no es odio a los hombres, no es supremacismo femenino, ni es igualdad biológica.


Desde siempre al ser humano le han fascinado, e intrigado, las diferencias. Las que sean. Nuestro cerebro es muy hábil, y extremadamente rápido, para discriminar sin ser conscientes de ello, entre ‘una’ y ‘otra’ cosa. Las que fueran. A juzgar por las pinturas rupestres y las primeras estatuillas, los genitales han sido desde siempre un foco de atención cognitiva, emocional, y social, y hemos estado desnudos y sin pelaje durante prácticamente toda nuestra evolución. Hay evidencia de reloj molecular para fechar el origen del piojo del cuerpo humano, que vive en la ropa, para estimar cuándo empezamos a cubrirnos con pieles o ropa (Kittler et al. 2003). Probablemente hace tan solo 40 a 70 mil años dejamos de tener a simple vista vulvas y penes, y quizás empezó a ser difícil o imposible identificar diferencias sexuales. Ya existíamos, desde mucho antes, como Homo sapiens anatómicamente moderno. Los ‘caracteres sexuales secundarios’ tuvieron que evolucionar condicionados por un medio ambiente sociocultural a su vez en plena evolución acelerada, y, lo que no pudo producir la selección natural por ser lenta, lo produjo la selección cultural al diseñar normas sociales sobre la conducta y el sexo. Verse y comportarse de ‘una’ u ‘otra’ manera fue y sigue siendo fundamental, y es algo que, sin necesidad de herencia genética, nuestros sistemas neurocognitivos y hormonales plásticos permiten fijar biológicamente según las normas sociales. Esto no significa que la vagina y el pene (y las formaciones intermedias, y los órganos sexuales internos) son construcciones sociales: significa que todo o mucho de lo que es identificarlos en otros y cada uno de nosotros mismos, tiene un componente de aprendizaje sociocultural importante. Los científicos que estudian estos aspectos, y las explicaciones que diseñan, nacen en un mundo dicotómico sexual. Puede que solo vean estos aspectos de tal manera, y asuman que esta división más allá de los genitales, esto es, la división esencial entre una ‘mente femenina’ y una ‘mente masculina’, es igual de ‘natural’ que la división de los genitales, y que solo necesitamos saber desde cuándo es ‘natural’. Sin embargo, esta ‘naturalidad’ no incluye la relevancia de la cultura en tal división.


Dicho esto, desde que Charles Darwin y Alfred R. Wallace propusieron la selección natural como el mecanismo que hacía posible la evolución biológica, inmediatamente la conducta humana más íntima fue puesta bajo su microscopio: hace exactamente 150 años se publicó El Origen del Hombre y la Selección en Relación al Sexo (Darwin 1871), con lo que se inauguró la hoy llamada psicología evolucionista, que es el estudio de las conductas y los rasgos mentales como productos de la selección natural, por ser útiles para la supervivencia y la reproducción, al menos en un pasado muy lejano en que se originaron. Sin embargo, después de Darwin, se ha visto que la selección natural no puede ser el único mecanismo que selecciona los rasgos humanos que tienen carácter de únicos entre los seres vivientes, y que atañen precisamente a su cultura: lenguaje, religión, institución, civilización, división del trabajo, desigualdad de género. Entre tanto, en el nacimiento mismo de la psicología evolucionista, se impregnó el sesgo de género debido a tal característica: Darwin, un ciudadano inmerso en la cultura victoriana misógina de su época, razonó lo siguiente:
«la principal distinción en los poderes intelectuales de los dos sexos se pone de manifiesto por el hecho de que el hombre alcanza una mayor eminencia, en todo lo que emprende, que la mujer (...) si el hombre es capaz de una preeminencia decidida sobre la mujer en muchas materias, el promedio de la potencia mental del hombre debe ser superior a la de la mujer» (ibid. p. 327).

«Un hombre nunca obtenía una esposa para sí mismo a menos que la capturara de una tribu vecina y hostil, y entonces, naturalmente, ella se habría convertido en su única y valiosa propiedad. De este modo, la práctica de capturar esposas podría haber surgido; y del honor así obtenido podría haberse convertido finalmente en el hábito universal» (ibid., p. 360).

«Los hombres más fuertes y vigorosos, los que mejor podían defender y cazar para sus familias, y en épocas posteriores los jefes u hombres principales, los que estaban provistos de las mejores armas y los que poseían más bienes» (ibid., p. 368), fueron quienes, con su éxito reproductivo gracias a estas conductas que las mujeres «atractivas» pasivamente seleccionan, hicieron exitosa a nuestra especie.

O para que quede claro, que «el hombre es más poderoso en cuerpo y mente que la mujer, y en el estado salvaje la mantiene en un estado de esclavitud mucho más abyecto que el macho de cualquier otro animal; por lo tanto, no es sorprendente que haya obtenido el poder de selección. Las mujeres son en todas partes conscientes del valor de su belleza» (ibid., p. 371).
Muy irónicamente, el sexismo y la misoginia son ‘sesgos de origen’ en el estudio evolucionista de la sexualidad humana, que poco han cambiado desde que Darwin legara estas ideas. En 1994, el psicólogo evolucionista David Buss afirma:
«la apariencia de una mujer es más significativa que su inteligencia, su nivel de educación, o incluso su condición socioeconómica original para determinar la pareja con la que se casará» (Buss 1994 p. 249).
En el año 2000, en el libro The Mating Mind: How Sexual Choice Shaped the Evolution of Human Nature, el psicólogo evolucionista Geoffrey Miller escribe:
«los hombres escriben más libros. Los hombres dan más conferencias. Los hombres hacen más preguntas después de las conferencias. Los hombres dominan las discusiones de los comités de sexo mixto» (citado por Horgan 2017).
Y, aunque Miller sostiene que ello se debe al pasado evolutivo del hombre en que agresivamente buscaba sobresalir (ver cita completa aquí), y las mujeres no, esto es echado por tierra con la evidencia antropológica de que «las sociedades de cazadores-recolectores eran notablemente igualitarias» (ibid.) Es pues demostrable la persistencia de estos estereotipos sexistas, sin mayor sustento ‘empírico’ que el enraizamiento de los mismos en el razonamiento de los psicólogos evolucionistas. La bióloga Anne Fausto-Sterling sostiene firmemente:

«he pasado cuatro años escribiendo ese libro Myths of Gender (...) He pasado mucho tiempo estudiando esta literatura (...) Y lo que tienes es un montón de mala literatura, que viene de un montón de fuentes diferentes». [Mala] «porque presume, por ejemplo, que hay una manera de distinguir entre biología y cultura, cuando de hecho, eso es algo imposible de hacer. No es una cuestión que sea muy difícil, no es posible hacerlo. La literatura es mala, porque parte de una serie de presunciones culturales sobre los hombres y las mujeres, y luego las interpreta en los resultados» (ver en Charlie Rose 1992).
Es necesario aclarar que este artículo no discute que exista una ‘naturaleza humana’, de hecho, la reafirmamos asumiendo que consiste en una sociabilidad cooperativista extrema. Tampoco se cuestiona que ello es producto de nuestra evolución como primates sociales que somos. No está en disputa que lo llamado ‘mente’, ’pensamiento’, ‘conducta’, son equivalentes y son lo que hace el cerebro, y que lo que hace el cerebro tiene una historia evolutiva tal como la tiene lo que hacen los intestinos o el corazón, por debajo de las obvias diferencias de complejidad, y sin minimizar ésta, pero tampoco exagerándola (como hacen quienes pretenden negar que la mente o la conducta sean legítimos objetos de estudio científico). Sin embargo, tampoco se piensa que el cerebro-mente existe en un vacío, sino por el contrario: el cerebro y su evolución, y por lo tanto la naturaleza humana, se debe a una indisociable relación con la cultura. No se cree aquí en ningún falso dilema de ‘la gallina o el huevo’–se rechaza la dicotomía de si es la biología o es la cultura: el cerebro propició la cultura y ésta formó al cerebro, afectándose así mutua y sostenidamente cada vez más rápido, hasta producir la conducta y la mente que tenemos hoy en su rica variedad intercultural, irreductible a ninguna causa biológica o cultural por sí sola, pero, y esto es fundamental, con diversidad de grado de influencia de cada una, según el aspecto que se observe en qué momento de la historia humana o la historia del individuo. No se puede negar la biología, pero tampoco la historia. No se pueden negar los genes y la filogenia (la historia evolutiva de la humanidad y sus antepasados), pero tampoco se puede negar la cultura y la ontogenia (la historia del individuo).
«Nuestros enormes cerebros de primates están singularmente mal equipados para sobrevivir como cazadores-recolectores. No sabemos de forma innata, y por lo general no podemos averiguar individualmente, cómo desintoxicar plantas, diseñar herramientas, hacer ropa, encender fuego o localizar agua. A diferencia de otros animales, dependemos completamente de aprender de otras personas para nuestra propia supervivencia, incluso para nuestra supervivencia como recolectores; como especie, somos adictos a la cultura, al adquirir una parte sustancial de nuestro fenotipo al aprovechar una gran cantidad de información no genética que se ha filtrado y acumulado durante generaciones. Este proceso, denominado evolución cultural acumulativa, crea un almacén en forma de estrategias, sesgos de atención, motivaciones, gustos y heurísticas cognitivas que son necesarias para que logremos incluso los aspectos básicos de la supervivencia (por ejemplo, encontrar comida), que la mayoría de las otras especies manejan con poco o ningún aporte cultural. Sin acceso a esta herencia no genética, estamos prácticamente indefensos. Si bien muchas especies dependen del aprendizaje social hasta cierto punto, se ha encontrado poca o ninguna evolución cultural acumulativa fuera del género Homo» (Henrich & Muthukrishna 2021 p. 4. Revísese íntegramente este artículo para un análisis de los mecanismos evolutivos de la cooperación humana y la cultura acumulativa, fundamentos de nuestra evolución).
Más críticamente, el comportamiento y la orientación sexual como mujer u hombre tampoco están innatamente determinados:
«etiquetar a alguien como varón o mujer es una decisión social», «es más, nuestra concepción del género afecta al conocimiento sobre el sexo producido por los científicos en primera instancia» (Fausto-Sterling 2000 p. 17).
Varias conductas, sobre todo las vinculadas a la intersección del sexo, las normas sociales, y la violencia, son imposibles de explicar sin incorporar las influencias culturales y la historia, al ser desadaptativas desde un punto de vista biológico y a la vez, formar parte de normas sociales seguidas en una cultura mientras se repudia en otra, como deformar los pies de las mujeres, o la ablación del clítoris (Henrich & Muthukrishna 2021 p. 3). Los humanos, de hecho, tenemos adaptaciones psicológicas para ceñir la conducta a las normas sociales, y así es como pueden haber surgido costumbres tan ruines, pero ese es todo el aporte biológico: lo demás, como esos ejemplos, son productos de la selección cultural, no natural. Este puede ser el dilema con un supuesto argumento evolucionista del sexismo: una conducta en desfavor de las mujeres que no está ‘determinada’ biológica sino culturalmente, que a expensas de, supongamos, servir a un fin reproductivo, es modulable como conducta sujeta a la cultura, ya que, en un ambiente en que ya no hay ninguna prioridad reproductiva (el contexto actual), el sexismo es altamente problemático e indeseable. Baste remitirnos a las investigaciones de la ONU, que tiene al sexismo como un asunto crítico a escala mundial: p. ej. en 75 países que abarcan más del 80% de la humanidad, «cerca del 90% de la población mantiene algún tipo de sesgo contra las mujeres» (PNUD 2020), lo que afecta negativamente el desarrollo económico (ONU Mujeres 2015), mientras que «en todo el mundo, una de cada tres mujeres ha sufrido violencia física o sexual, principalmente por parte de un compañero sentimental» (ONU Mujeres: infografía sobre la violencia contra las mujeres).

Ya que hay hallazgos que ponen en serio entredicho tanto al paradigma evolutivo androcéntrico, como a la dicotomía ‘biología versus cultura’ que es análoga a la dicotomía ‘innato versus adquirido’ y ‘sexo versus género’, pretender fundar los estereotipos sexistas en la biología, significa dos cosas:
  1. que si aún ese fuese el caso, las normas y los estereotipos sexistas en absoluto son ideas y conductas que no puedan modificarse suficientemente por el aprendizaje cultural (lo suficiente, p. ej., para eliminar el feminicidio y la violación sexual), debido a la propia naturaleza plástica del cerebro y las neurohormonas (en lugar de suponer que hay dos tipos de cerebros femenino/masculino, y que la regulación hormonal es inmutable), bajo constructos sociales deliberadamente diseñados para modificar tales conductas (p. ej. políticas feministas eficientes y reeducación poblacional libre de estereotipos de género);
  2. que, en realidad, el fundamento científico sobre la sexualidad humana y su evolución no responde a una construcción teórica libre de normas y estereotipos sexistas, sino que, de hecho, éstas la preforman.
Lo segundo es el caso. Por ejemplo:
«la principal explicación de la diferenciación sexual del cerebro, la teoría de la organización del cerebro, sigue postulando que las hormonas prenatales dan lugar a (o “cablean”) diferencias sexuales estructurales y funcionales permanentes, a pesar de las considerables y antiguas pruebas de que los efectos hormonales tempranos no son permanentes. En la neuroimagen funcional, la investigación de la plasticidad dependiente de la experiencia sólo se ha aplicado en raras ocasiones a la aparición, el mantenimiento y la plasticidad del comportamiento en función del sexo. En cambio, los estudios tienden simplemente a comparar los sexos biológicos, como si el objetivo implícito fuera identificar firmas fijas y universales femeninas frente a las masculinas. Del mismo modo, las investigaciones sobre las diferencias entre mujeres y hombres en las “hormonas sexuales” y el comportamiento social suelen ser correlativas, con análisis que implican que el nivel hormonal es una variable biológica “pura” y causalmente primaria, en lugar de tener en cuenta el hecho de que los factores biológicos están “anudados” con la historia social del individuo y el contexto social actual. Además, en las investigaciones de psicología evolucionista sobre las diferencias entre mujeres y hombres, se suele dejar en manos de investigadores ajenos al campo la identificación de los factores ambientales y culturales que son importantes para moderar las preferencias supuestamente “universales” relacionadas con el sexo» (Fine et al. 2013).
«Desde el punto de vista de la práctica médica, el progreso en el tratamiento de la intersexualidad implica mantener la normalidad. En consecuencia, debería haber sólo dos categorías: macho y hembra. El conocimiento promovido por las disciplinas médicas autoriza a los facultativos a mantener una mitología de lo normal a base de modificar el cuerpo intersexual para embutirlo en una u otra clase» (Fausto-Sterling 2000 p. 23).
Introduciéndonos así en la naturaleza biocultural humana, por un lado, y señalando el sexismo en el estudio de ella, por otro, pasamos a elaborar el argumento de que:
  • primero, la sociocultura y la historia sí importan, y más de lo que se podría estimar;
  • segundo, un sustrato fundamental en ellas, que prácticamente decide la evolución humana y por tanto define la naturaleza humana, es la sociabilidad empática, en lo que las mujeres tendrían un papel más importante que el supuesto;
  • tercero, la visión androcéntrica de la evolución es, claramente, errónea: por un lado, la mujer tiene un papel tanto o más importante que el hombre en la evolución, y por otro lado, la dominación masculina actual no es una adaptación biológica, sino una construcción socio-histórica reciente, producto de la revolución agrícola y el surgimiento del patriarcado (definido como: «dominación masculina de las mujeres y los niños en sus propias familias», Hrdy 1997 p. 28, y, «mayor poder y estatus social masculino que femenino», Wood & Eagly 2012 p. 63), lo que por cierto es insólito entre las sociedades humanas, y excepcional frente al igualitarismo estimado como universal en las sociedades humanas, tanto las vivas como las ancestrales;
  • cuarto, la teoría feminista se enmarca satisfactoriamente en esta perspectiva crítica y mejor informada de la evolución y la naturaleza humana, siendo, además, metodológicamente útil para evitar el sesgo androcéntrico, con lo que obtenemos un rico, amplio y consistente conocimiento del ser humano;
  • quinto, los objetivos políticos y legales feministas no solo son compatibles con el conocimiento científicamente fundado de la naturaleza humana igualitarista y cooperativa, sino que, de hecho, se enriquece con ello: el enemigo no es la evolución ni la biología, sino el sesgo androcéntrico que estructura una auténtica política de exclusión y dominación sobre la mujer, y, por tanto, feminizar estas disciplinas es una necesidad política.
Porque, en conclusión, el dominio masculino es un subproducto cultural, no es ‘el estado natural de las cosas’, es ampliamente problemático, y el pensamiento evolucionista sesgado, atravesando las diversas disciplinas biológicas, psicológicas y de la salud, ejercen lo que no es sino una política de género misógina. De acuerdo a la Real Academia Española, el significado de ‘misoginia’ es «aversión a las mujeres»; donde ‘aversión’: «rechazo o repugnancia frente a alguien o algo»; y ‘rechazo‘: «forzar a algo o a alguien a que retroceda – resistir al enemigo, obligándolo a retroceder – contradecir lo que alguien expresa o no admitir lo que propone u ofrece – denegar algo que se pide – mostrar oposición o desprecio a una persona, grupo, comunidad, etc.» No es ninguna exageración, por tanto, lo que se acaba de afirmar sobre las ciencias de la vida y las ciencias sociales, pero como es una declaración fuerte, y probablemente los ejemplos antes expuestos no basten (Darwin, Buss, Miller, y veremos más), se remite encarecidamente al libro Inferior: How Science Got Women Wrong and the New Research That's Rewriting the Story, de la periodista científica Angela Saini, para una amplia demostración del hecho de que:
«las mujeres están tan escasamente representadas en la ciencia moderna porque, durante la mayor parte de la historia, fueron tratadas como inferiores intelectuales y deliberadamente excluidas de ella. No es de extrañar, por tanto, que este mismo estamento científico haya pintado también una imagen distorsionada del sexo femenino» (Saini 2017).
Los puntos descritos de nuestro argumento, que bien cada uno es como un artículo en sí mismo y en los que transcribimos/traducimos amplias secciones de las publicaciones originales (para mostrar directamente lo dicho por los autores correspondientes), se desarrollan a través de los siguientes temas:
  1. LA CIENCIA MODERNA Y LA EVOLUCIÓN HUMANA: HERENCIA DUAL, CEREBRO SOCIAL, CEREBRO CULTURAL. Explicamos el nuevo enfoque ampliado bioculturalmente de la evolución humana.
  2. LA PREHISTORIA DESMITIFICADA: MÁS QUE UNA VIRGINAL HEMBRA BONITA, Y MENOS QUE UN PROMISCUO MACHO CAZADOR. Aquí exploraremos los detalles sutiles que hoy se proponen para la rápida evolución sociocultural homínida, sugiriendo que el sustrato de la sociabilidad humana, la clave de su éxito, pero a la vez la posibilidad latente de su fracaso, es la empatía en relación con lo psicopático (falta de sensibilidad social, egoísmo, utilitarismo), y cómo la evolución sociocultural reciente, desde la revolución agrícola, selecciona y promueve la segunda, vinculada a la dominación masculina. Es en el seno de este contexto reciente que se construyen la modernidad y la ciencia, por lo que estructuralmente están atravesadas por normas sociales de «presunciones culturales sobre los hombres y las mujeres», en palabras de Anne Fausto-Sterling. Se discuten, bajo esta perspectiva de análisis, asuntos como la engañosa idea de que existen dos categorías fundamentalmente diferentes de cerebros humanos, de mujer y de hombre.
  3. SOCIABILIDAD MULTINIVEL: EL IGUALITARISMO ANCESTRAL. Volvemos al enfoque actual de la evolución humana y, a través de nuevos hallazgos paleoantropológicos, mostramos que el tipo de sociabilidad indispensable para la vertiginosa evolución cultural, es la igualitarista, y que, de hecho, un modelo de sociedad dominada por machos no funciona. Sin embargo, el atípico modelo de sociedad patriarcal se ha expandido rápidamente. Notamos críticamente el potencial de la sociedad patriarcal industrializada, que cuenta con tan solo un par de siglos de existencia frente a 1.5 millones de años de igualitarismo, para hacernos ‘progresar’ hacia la propia autodestrucción de tal sociedad, y/o la destrucción del medio ambiente.
  4. MÁS QUE UNA CARA BONITA: SESGO DE GÉNERO EN LOS LIBROS INTRODUCTORIOS A LA PSICOLOGÍA EVOLUCIONISTA SOBRE LAS CONTRIBUCIONES DE LA MUJER EN LA EVOLUCIÓN. Aquí enfocamos directamente el sesgo androcéntrico en la literatura psicológica evolucionista, sintetizando un análisis crítico de la psicóloga evolucionista Rebecca Burch.
  5. CONSTRUCCIONISMO BIOSOCIAL. Esto es un resumen de la teoría del construccionismo biosocial de las psicólogas Wendy Wood y Alice Eagly, que es consistente con los marcos teóricos modernos del cerebro sociocultural y la herencia dual, y que explica la interacción dinámica entre la evolución biocultural, la plasticidad neurocognitiva/hormonal, y la construcción social de los estereotipos y roles de género/sexo.
  6. ANOTACIONES FINALES: ESENCIALISMO DE GÉNERO, OBJETIVACIÓN DE LA MUJER, SESGO IDEOLÓGICO. En este tema tratamos los factores que pueden estar inclinando el campo evolucionista hacia la insistencia, a pesar de la evidencia empírica débil o contradictoria, en las diferencias sexuales «esenciales» entre mujeres y hombres, que aleja la teorización sobre la violación sexual de los principios éticos y de objetividad ineludibles en la ciencia. Para este cometido intercalamos un artículo de la psicóloga Cordelia Fine con otro de la filósofa evolucionista Griet Vandermassen.
  7. CONCLUSIÓN GENERAL.
1. LA CIENCIA MODERNA Y LA EVOLUCIÓN HUMANA: HERENCIA DUAL, CEREBRO SOCIAL, CEREBRO CULTURAL.

Los marcos teóricos más recientes incorporan el proceso de acumulación y selección cultural para explicar la evolución humana: aquí, a su vez, se incorpora el construccionismo biosocial que integra feminismo y evolucionismo. Hacer click para ampliar.

«La falta de variación genética entre las poblaciones humanas y aún la existencia de notables diferencias culturales, comportamientos, prácticas y creencias sugiere la insuficiencia de las explicaciones genéticas para explicar la variación del comportamiento humano» (Mackiel 2020). Entre tanto, la genética tampoco explica enteramente por qué los hijos se parecen a sus padres, y se ha descubierto otro mecanismo por el cual los factores cultures y ambientales pasan biológicamente a la descendencia: no mediante los genes sino epigenéticamente (sí, casi como Lamarck sostuvo, los caracteres adquiridos pueden heredarse–véase un análisis crítico en Horsthemke 2018). «Todos los rasgos biológicos emergen a través de procesos ontogenéticos, también conocidos como del desarrollo, sobre los que actúa la selección. El papel primordial de la ontogenia o el desarrollo en la base evolutiva de la psicología humana a menudo ha sido ignorado en las narrativas evolucionistas tradicionales del comportamiento humano y, junto con la cultura, han sido relegados como actores menores en los procesos evolutivos» (Mackiel 2020). Por ejemplo, si bien cualquier rasgo (inteligencia, personalidad, y hasta los ingresos económicos) se ha descubierto teniendo un grado de herencia, genética, «según algunas estimaciones, la gran mayoría de la variación genética (93-95%) se encuentra dentro de las poblaciones y solo una pequeña proporción (5-7%) se encuentra entre poblaciones. Esta variación genética entre poblaciones es probablemente demasiado pequeña para explicar la variación de comportamiento documentada en las costumbres, prácticas e idiomas» (ibid.) Este psicólogo experimental nos explica que las tasas de ‘heredabilidad’ resultan altas «porque las fuerzas culturales y sociales como las instituciones educativas ya han hecho el trabajo de homogeneizar una sociedad local, eliminando la variación ambiental». Tal como se propone recientemente: existe una selección cultural, y no solo natural, en la herencia genética (Gintis et al. 2019; Henrich & Muthukrishna 2021).

El fenotipo, que es la expresión del genotipo, p. ej. en la conducta, no es pues un producto lineal, inequívoco, ni necesariamente predecible por los genes y la identificación de éstos, sino que es muy variable y así, plástico: el fenotipo conductual se decide por la historia ambiental y de desarrollo del individuo (donde precisamente actúa el aprendizaje de las normas y los estereotipos sexuales), y no solo ni más importantemente por su genotipo. Sin embargo, «las explicaciones evolutivas de las diferencias entre los sexos humanos suelen ignorar una amplia literatura sobre las normas de reacción y la plasticidad fenotípica» (Fausto‐Sterling 1997 p. 255). Ante este sesgo en la estimación genética, que conduce a explicaciones puramente genéticas de un rasgo, ha surgido el enfoque de la herencia dual, que reconoce «tanto la herencia genética como la cultural de los humanos» (Mackiel 2020). Así, «la investigación sobre la evolución de la mente y el comportamiento humanos desde una perspectiva cultural ha demostrado que las instituciones sociales y económicas han tenido efectos significativos en la psicología humana» (ibid.). En esto, la norma social (que es la representación coordinada entre individuos de las pautas conductuales que esperan que sigan los integrantes de un grupo), si bien no existe en un vacío ni crea la mente de la nada, y de hecho se origina en nuestra psicología evolucionada, tiene específicas variaciones entre las culturas y dentro de ellas. Las normas sociales surgen también de la interacción con el desarrollo del individuo (ontogenia), sobre la base de la Teoría de la Mente, siendo «como un ambiente cultural e informativo en el que los individuos se desarrollan y a través de las cuales adquieren estándares de comportamiento» (ibid.), lo que origina las variaciones conductuales.

En psicología evolucionista, para una conducta se define una causa distal o última (antigua, filogenética) y proximal o cercana (reciente, ontogenética), y un ejemplo ilustrativo es el lenguaje: el ser humano tiene una adaptación evolutiva para el habla (causa distal o última, y filogenética, pues se estima que tal capacidad pudo surgir en una especie anterior a la humana, y la hemos heredado biológicamente porque fue seleccionada naturalmente por beneficiar la supervivencia), mientras los idiomas y la lectura se desarrollaron y heredaron culturalmente (causa proximal o cercana de la adquisición del lenguaje: neurocognición del habla normal y una adecuada socialización para su funcionalidad, en el contexto cultural nuevo de su indispensable utilidad para la escuela, por ejemplo). En el debate entre posturas ‘opuestas’ sobre el origen de las conductas, la psicología evolucionista enfatiza las causas distales o últimas, mientras la sociología enfatiza la construcción social (que puede equipararse a una causa proximal o cercana en términos evolucionistas). «No obstante, es importante darse cuenta de que los factores proximales son los que, en última instancia, guían el comportamiento en condiciones novedosas y dirigen los rasgos adaptativos en relación con el entorno actual» (ibid.) Esto significa, en el ejemplo del lenguaje, que la utilidad del mismo para la escuela es lo que define la adaptabilidad de la capacidad para el habla, ya que el contexto en que ésta se originó ancestralmente (por ejemplo, un entorno de escases de alimento que aceleró la selección de una capacidad para la comunicación más elaborada para coordinar la búsqueda de alimento), ya no existe.

De manera similar, dado que la desigualdad de género es problemática e indeseable (en contraste con la necesidad del lenguaje en un contexto moderno pedagógico), ponerla en el marco de una psicología evolucionista androcéntrica hace que sea tema de fuerte controversia. Incluso, mientras el supremacismo masculino celebra enraizar el sexismo en la evolución, no existen en cambio instituciones que promuevan la obesidad ni la diabetes por mucho que se conozca el origen evolutivo en la compulsión por comer grasas y dulces. Y la controversia no viene, o no debería venir, del hecho de que la desigualdad de género sea explicada evolutivamente (puesto que nada humano existe en un vacío: responde a una realidad biocultural), sino que al analizar la propia teorización encontramos serias deficiencias. Se supone que la dominación masculina sobre la mujer tendría la causa distal o última del imperativo biológico de la reproducción, pero este origen es evidentemente inconsistente con «la variación conductual, la ontogenia, la cultura, los mecanismos evolucionados y los factores socioecológicos, que juntos forman el complejo tapiz de la psicología humana» (Mackiel 2020), que en este caso, dan cuenta a través de un robusto cuerpo de datos empíricos, del origen de la desigualdad de género cómo, en efecto, una construcción eminentemente social y con una historia reciente demostrable. Así pues, luego veremos en el amplio punto 3, que asumir la dominación masculina como una conducta evolutiva ancestral no tiene fundamento científico a la luz de nuevos hallazgos, en la psicología, la antropología, y la neurociencia, bajo una visión crítica en la psicología evolucionista, en debida atención a eventos históricos muy recientes como la división del trabajo en la revolución agrícola.

Entre tanto, prácticamente enmarcada en la Hipótesis del Cerebro Social, «que sostiene que los cerebros han evolucionado principalmente para lidiar con las complejidades de la vida social en grupos más grandes», la Hipótesis Cultural del Cerebro «postula que los cerebros han sido seleccionados por su capacidad para almacenar y gestionar información, adquirida a través del aprendizaje social o asocial» (Muthukrishna et al. 2018). Es decir, la primera hipótesis enfoca la naturaleza social del cerebro, y los mecanismos especializados para actuar en el entramado de relaciones entre congéneres, mientras la segunda enfoca la naturaleza del cerebro como consumidor y transmisor de información, un mecanismo más general. El despegue atípico de la humanidad respecto a sus parientes vivos más cercanos (chimpancés, gorilas, orangutanes), y respecto a sus antepasados y parientes extintos (Australopithecus, Homo erectus, Homo neanderthalensis), según la Hipótesis Cultural del Cerebro, «no surge ni de una carrera armamentística maquiavélica, ni de la selección sexual, sino de la evolución cultural acumulativa como un segundo sistema de herencia» (Muthukrishna et al. 2018 p. 4), además de la herencia genética. De hecho, la «coevolución descontrolada» del cerebro y la cultura implica la existencia de un «impulso cultural»: un mecanismo donde «el aprendizaje social de alta fidelidad da como resultado la acumulación de tradiciones culturales que, a su vez, promueven la selección [natural] para un aprendizaje social aún más eficiente» (Markov & Markov 2020).

Subrayamos tres asuntos que se desprenden del marco teórico del cerebro cultural:
  1. que el cerebro no sea producto de la habilidad para aprovecharse de los demás (la hipótesis de la «inteligencia maquiavélica» como uno de los mecanismos evolutivos del cerebro social),
  2. que el cerebro no sea producto de la competencia entre hombres para dominar sexualmente a las mujeres (otro mecanismo evolutivo del cerebro social, vinculado directamente al anterior), y,
  3. que, cualquiera que fuera por último el origen del cerebro, el aprendizaje cultural puede dirigir su evolución.
Desde este punto empezamos a notar ciertas presuposiciones respecto a los hombres y las mujeres, perfilando los conceptos empleados en algunos modelos teóricos sobre la evolución del cerebro humano, que tienen un innegable parecido con los estereotipos modernos que critica y denuncia el feminismo. Al explorar estos conceptos en la psicología evolucionista, veremos que más que un parecido, se trata de hecho de estereotipos sexistas sesgando las presuposiciones sobre los hombres y las mujeres del pasado evolutivo. Por ejemplo en Gavrilets & Vose (2006), la «inteligencia maquiavélica» masculina para buscar parejas sexuales, como causal evolutivo del cerebro, presupone que el hombre es mujeriego y promiscuo (Markov & Markov 2020 p. 6060). En este modelo teórico, los hombres aprenden unos de otros en una «explosión cognitiva» a ser cada vez más astutos, más «maquiavélicos», y los que imitan estas conductas lo serán aún más, creándose así una presión para seleccionar los genes que permitan un mejor aprendizaje y memoria en esta carrera de aprendizaje cultural. En realidad, esto puede funcionar con cualquier estrategia conductual, y su aprendizaje y repetición, que favorezca la supervivencia y la reproducción, pero es del todo dudoso que los hombres prehistóricos se hayan comportado justamente como los donjuanes calculadores que aparecen romantizados hoy en el entretenimiento y los medios de comunicación.

Si este modelo fuese correcto, no cuesta mucho ver qué cultura resultaría de esta carrera maquiavélica: precisamente, una cultura androcéntrica de hombres dominantes, psicopáticos (a lo que conduciría la selección de rasgos cada vez más maquiavélicos que los anteriores), con un deseo sexual incontrolable, rodeados de mujeres pasivas y sumisas a disposición (en lo que terminaría la selección de conductas de concesión femenina ante el ímpetu temerario del macho). De hecho, supuestamente también, en el pasado evolutivo de tal modelo de aprendizaje cultural, la mujer es un ser que contribuye poco o nada a la selección natural y sexual. Es evidente la presuposición de que la mujer siempre estará sexualmente disponible, que prácticamente todas las mujeres se aparearán, y dejarán descendencia viable, sino el modelo no funcionaría puesto que no habría nuevos hombres para aprender a ser más maquiavélicos, ni más mujeres que sigan aprendiendo a ser pasivas. Esto es tan parecido al machismo moderno más misógino y conservador, que parece extrapolado tal cuál al pasado. ¿Qué dice el estudio científico de las posibles conductas de nuestros antepasados evolutivos? ¿Se portaban como hombres ansiosos sexualmente y astutos, y las mujeres eran pasivas y receptivas, tal como refieren los estereotipos de género actuales? ¿Es esto un sesgo en la teorización evolucionista que inadvertidamente justifica la misoginia actual? En lo que sigue se busca responder a estas dudas.

2. LA PREHISTORIA DESMITIFICADA: MÁS QUE UNA VIRGINAL HEMBRA BONITA, Y MENOS QUE UN PROMISCUO MACHO CAZADOR.


Hay una historia no percibida de la filosofía y la ciencia, por mencionar lo que clásicamente tenemos por los más sofisticados sistemas de pensamiento y conocimiento que ha diseñado el Homo sapiens, el hombre sabio. Es una historia donde no existen filosofías ni ciencias con madres, solo padres. Esto se repite en prácticamente todos los ámbitos más complejos, y tenidos por los más «brillantes» y «excelsos» de la civilización: el arte, la política, la economía, la tecnología, incluso la religión, donde tampoco existe ninguna gran fundadora. Las mujeres figuran en todos estos ámbitos, sí, pero notablemente detrás de los hombres, si es que no se trata más bien de referentes excepcionales y aislados, nunca normativos. «Los hombres acaparan el 97% de los Nobel de Ciencia» (El Diario 2019). «Entre 1901 y 2015, 822 hombres fueron galardonados con el Premio Nobel y solo cuarenta y ocho mujeres. De éstos, dieciséis mujeres ganaron el Premio de la Paz y catorce ganó el Premio de Literatura. La medalla Fields, el mayor honor del mundo en matemáticas, ha sido ganada por una mujer solo una vez, en 2014» (Saini 2017 p. 5). Ante tanta ‘abrumadora evidencia’ por todos sitios y tiempos, parece muy ‘racional y lógico’ creer que «el hombre es más poderoso en cuerpo y mente que la mujer», como dijo Darwin en 1871. Un siglo antes de esta afirmación extraordinaria, en 1758, otro hijo de un contexto cultural misógino, Carl Linnæus, bautizaba taxonómicamente a todas las mujeres y los hombres como la especie natural «Hombre sabio». Y un siglo después, en 1972, cuando lanzaron la sonda espacial Pioneer 10 con una placa que tenía grabados de una mujer y un hombre desnudos, a insistencia del famoso científico Carl Sagan para que la encuentren supuestos extraterrestres, la mujer no tenía genitales, el hombre por supuesto que sí (y es además el único que saluda) (BBC 2020).

¿Todo esto es porque la mujer ha evolucionado para ser inferior (que es lo mismo que darwinianamente creer que el hombre es «superior»), porque está diseñada por la naturaleza para ser inferior, y esto determina que, quiera o no, incluso con o sin feminismo, pues será inferior en todo y siempre? (Excepto parir, amamantar y criar niños, pero no es que esto se vea como «superior» ni igual de excelso al arte o a la ciencia, e incluso a ninguna característica debido a la capacidad muscular masculina como la caza). Caroline Kennard, una activista feminista, ya se había hecho preguntas muy parecidas en 1881, cuando alguien le dijo, basándose en Darwin, «que “la inferioridad de las mujeres; pasada, presente y futura” estaba “basada en principios científicos”». Así que le transmitió sus dudas a Darwin mismo en una carta. «Si la educada señora Kennard esperaba que el gran científico le asegurara que las mujeres no son realmente inferiores a los hombres, estaba a punto de quedar decepcionada. “Ciertamente creo que las mujeres, aunque generalmente son superiores a los hombres [en] cualidades morales, son inferiores intelectualmente”, le dice, “y me parece que hay una gran dificultad por las leyes de la herencia, (si entiendo estas leyes correctamente) para que se conviertan en los iguales intelectuales del hombre”. La cosa no acaba ahí. Para que las mujeres superen esta desigualdad biológica, añade, tendrían que convertirse en proveedoras de alimentos como los hombres. Y esto no sería una buena idea porque podría perjudicar a los niños pequeños y a la felicidad de los hogares. Darwin le está diciendo a Kennard que las mujeres no sólo son intelectualmente inferiores a los hombres, sino que es mejor que no aspiren a una vida más allá de sus hogares. Es un rechazo a todo por lo que Kennard y el movimiento feminista de la época luchaban» (Saini 2017).

Para empezar, no parece ser la evolución biológica la única ni la más consistente explicación de la dominación masculina en la ciencia: «en todas las estadísticas sobre tareas domésticas, embarazo, cuidado de niños, prejuicios de género y acoso, tenemos algunas explicaciones de por qué tan pocas mujeres están en la cima de la ciencia y la ingeniería. En lugar de caer en la tentadora trampa de (...) asumir que el mundo se ve de esta manera porque es el natural orden de las cosas». «A fines del siglo XIX, la ciencia se había transformado en algo más serio, con su propio conjunto de reglas y órganos oficiales. Para entonces, las mujeres se vieron expulsadas casi por completo». De hecho, se celebra mucho el doble Nobel de Marie Curie, pero «se le negó ser miembro de la Academia Nacional de Francia en 1911 por ser mujer». «Hay quienes insisten en que los hombres desempeñaron el papel dominante en la historia de la evolución humana porque cazaban animales, mientras que las mujeres tenían el papel aparentemente menos desafiante de quedarse en casa y cuidar a los niños. Sostienen que los hombres son los responsables de que los humanos desarrollaran una alta inteligencia y creatividad» (Saini 2017 p. 7-8). Sin embargo, nuevas explicaciones sobre los mecanismos de la evolución humana, tal como la Hipótesis del Cerebro Social y la Hipótesis Cultural del Cerebro antes vistos (que integran la historia de vida y el aprendizaje a la evolución biológica humana), y sobre la sociabilidad multinivel humana (que es diferente a la de nuestro pariente primate chimpancé, donde un macho domina a las hembras), contradicen una naturaleza humana androcéntrica (a pesar que aún el cerebro cultural se hipotetiza sobre supuestos sexistas).

En suma:
«la investigación sobre nuestro pasado evolutivo muestra que la división sexual del trabajo y la dominación masculina no están biológicamente cableadas en la sociedad humana, como algunos han afirmado, sino que alguna vez fuimos una especie igualitaria. Incluso el viejo mito de que las mujeres son menos promiscuas que los hombres se está derribando» (Saini 2017 p. 7-8).
2.1. MATERNIDAD COMPARTIDA, FLUIDEZ SEXUAL FEMENINA Y SOCIEDAD MULTINIVEL HUMANA: POR QUÉ ES ERRÓNEA LA VISIÓN ANDROCÉNTRICA DE LA EVOLUCIÓN HUMANA.

En el estudio de la sociabilidad («sociality» en inglés) de los primates, se estima que los humanos tienen una organización social similar a los chimpancés (Pan troglodytes) y a los bonobos (Pan paniscus), nuestros parientes evolutivos vivos más cercanos, del tipo sociedad de fisión-fusión: la división de un grupo de individuos y su fusión con otros grupos mientras se movilizan de un lugar a otro. Interesantemente, por un lado, chimpancés y bonobos tienen sociedades opuestas respecto al sexo: en los primeros domina un macho alfa (los machos compiten agresivamente entre sí por las hembras, son infanticidas, y las hembras no practican la crianza colectiva), en los segundos hay dominación de una íntima coalición de hembras pero también dominio compartido (los machos no pelean por las hembras, ni son infanticidas, y consecuentemente las hembras bonobo practican la crianza compartida) (Furuichi 2011; Beaune 2012). Y, por otro lado, «más del tres por ciento del genoma humano está más estrechamente relacionado con el genoma del bonobo o del chimpancé que éstos entre sí» (Prüfer et al. 2012), lo que significa que la separación evolutiva entre humanos, chimpancés y bonobos, pudo tener dos escenarios: o los chimpancés o bien los bonobos siguieron todavía en la línea humana luego de surgir el ancestro común entre cualquiera de ellos, para luego separarse (ibid. Fig. 3a). Entonces, «ese ancestro puede haber poseído un mosaico de rasgos, incluidos los que ahora se ven en el bonobo, el chimpancé y el ser humano» (ibid.) El contraste es notable entre todo esto y el énfasis que se pone en la psicología evolucionista sobre la competencia masculina, por un lado, y en el infanticidio causado por las madres, por otro lado, tal como si hubiese, en efecto, una visión sesgada de la humanidad bajo el modelo chimpancé. Los bonobos nos descubren otra sociedad que también es nuestra, y que es consistente con aspectos, hoy considerados indispensables para el incremento vertiginoso del tamaño cerebral humano, como la crianza fuertemente compartida en paralelo a la prolongación del desarrollo infantil, y la cooperación social a gran escala. Veremos minuciosamente que esta perspectiva socava la visión androcéntrica de la evolución y la sexualidad humana.

2.2. LA CRIANZA COMPARTIDA Y LA OXITOCINA EN LA EVOLUCIÓN HUMANA: DE LA IDEALIZACIÓN DE LA MATERNIDAD AL ABORTO.

La crianza compartida (‘alomaternidad’, ’aloparentalidad’, del inglés «allomothering» y «alloparenting», donde el prefijo griego ‘allo’ significa ‘otro’: la crianza y el cuidado de la descendencia colectivizada entre varias hembras –a veces participan machos) documentada entre las hembras bonobo, de hecho, es uno de los rasgos compartidos con humanos (y algunos monos de Centro y Sudamérica) considerado fundamental para la evolución social, junto con aspectos exclusivos de nuestra especie, como «la reunión recurrente de subunidades en un campamento base nocturno, la presencia de vínculos sociales y económicos de pareja (...) el intercambio de bienes como muestra de las relaciones sociales y, quizá de forma bastante obvia, el uso del lenguaje para regular las relaciones» (Aureli et al. 2008 p. 639). La carrera cultural acumulativa (que condujo a la civilización), es una consecuencia directa de la cognición evolucionada en estas adaptaciones, que a su vez es una respuesta biológica a los cambios medioambientales. Varios mecanismos evolutivos pueden haber actuado sobre los homínidos durante cortos períodos de variación climática, y la mayor o menor disponibilidad de alimentos (Maslin et al. 2015). Las evidencias geológicas y paleoantropológicas convergen en sugerir un paralelo entre la expansión de los lagos en África Oriental, y la aceleración dramática del crecimiento cerebral a partir del Homo erectus. En esto, las más trascendentes habilidades cognitivas que estiman las modernas teorías sobre la evolución humana, básicamente, refieren a colonizar nuevos entornos novedosos y posibilitar relaciones sociales complejas (más detalladamente: intervalos acortados entre nacimientos, infancia prolongada, alomaternidad, dimorfismo sexual, una mejora en el lanzamiento de proyectiles, adaptación a carreras de larga distancia, flexibilidad ecológica, comportamiento social que incluiría la cocina) (ibid.)

Hoy, la calidad y cantidad de la crianza compartida «predice resultados socioemocionales y cognitivo-lingüísticos, y la calidad del cuidado infantil puede interactuar con el temperamento infantil para predecir problemas de comportamiento y competencia social» (Kenkel et al. 2017 p. 1). Entonces, en la evolución humana cobran relevancia los infantes, lo que está ciertamente dejado de lado en la psicología evolucionista por enfatizar al hombre adulto, ya que al depender de una extendida aloparentalidad, los niños fueron condicionados «a desarrollar un afán poco simiesco por vigilar y preocuparse por las intenciones de los demás, mentalizar lo que pensaban y sentían, y tratar de congraciarse con ellos» (Hrdy & Burkart 2020 p. 8). «A lo largo de las generaciones, los jóvenes que mejor lo hicieran tendrían más probabilidades de sobrevivir, lo que daría lugar a poblaciones de simios emocionalmente muy diferentes de sus antepasados», es decir, los humanos (ibid., p. 2). Más aún, la evolución de la infancia prolongada concuerda con la evidencia de patrones universales de respuesta a las normas sociales y el direccionamiento de la conducta hacia ellas: «estos patrones son consistentes con las teorías que proponen que la infancia media (alrededor de los 6-11 años), un período único de la historia de la vida humana, evolucionó para apoyar el aprendizaje cultural y, específicamente, la adquisición de normas sociales» (Henrich & Muthukrishna 2021 p. 6).

Ahora bien, en la poco explorada dimensión neuro-evolutiva de la crianza compartida, emerge el papel de la oxitocina y vasopresina como muy sugerentes mediadores, al ser las neurohormonas del apego social, la cooperación, el contacto íntimo, el orgasmo, y la conducta maternal, estando a la vez tras la aversión hacia extraños, debido precisamente a que promueven la unión hacia dentro del grupo (Quintana & Guastella 2020). Hay, además, evidencia mostrando que «la oxitocina facilita el comportamiento de acercamiento social en las mujeres», pero no en los hombres (Preckel et al. 2014); que, bajo la administración de oxitocina, las mujeres responden más rápidamente a los estímulos socioemocionales (Lischke et al. 2012; Theodoridou et al. 2013), y se facilitan cuadros neurocognitivos de empatía y juicios morales altruistas en las mujeres, pero egoístas en los hombres (Scheele et al. 2014). Para los psiquiatras de este estudio, «estos hallazgos sugieren un dimorfismo sexual relacionado con la oxitocina en el comportamiento moral humano que evolucionó de forma adaptativa para optimizar tanto la protección como la crianza de la descendencia, promoviendo el comportamiento egoísta en los hombres y altruista en las mujeres» (ibid.) Sin embargo, si bien sigue reportándose que la oxitocina mejora la empatía emocional, esto sería independiente del sexo y la cultura según Geng et al. (2018). La oxitocina se perfila como un mediador psiconeuroevolutivo de los entresijos críticos del surgimiento de los humanos anatómica y emocionalmente modernos, al tener un papel en la memoria y el aprendizaje, p. ej. al «facilitar (...) adaptarse y aprender de las personas de confianza que son miembros del grupo y/o expertos percibidos» (Xu et al. 2019), lo que tiene mucho sentido con la evolución de la cooperación, y los mecanismos psicológicos adaptados para el aprendizaje de las normas sociales y el surgimiento de las instituciones (o sea, la evolución cultural exclusivamente humana), como el altruismo basado en el parentesco, la reciprocidad, y la confianza (Henrich & Muthukrishna 2021 p. 9-20).

La oxitocina y la vasopresina, serían piezas evolutivas clave en la Hipótesis del Cerebro Social y la Hipótesis Cultural del Cerebro, cuyo conjunto de mecanismos depende, como vimos, de una intensa sociabilidad. Y esta se vincula a los receptores de oxitocina y vasopresina, cuyas frecuencias de variaciones moleculares comparadas entre antepasados homínidos fósiles (neandertal, denisovano), y parientes primates vivos (chimpancé, bonobo), permite identificar un aumento de variaciones acumuladas relacionadas al incremento de la sociabilidad (Theofanopoulou et al. 2018). Interesantemente, se observan más variaciones en los receptores de vasopresina en humanos y bonobos, pero no en chimpancés (ibid.) Esto significa que nuestra sociabilidad es más semejante a la del bonobo, que, precisamente, se caracteriza por ser muy íntima. Mientras tanto, hay más pistas de este pasado evolutivo-hormonal con implicaciones hipersociales y ultracooperativas. Por ejemplo, en las mujeres, «la oxitocina parece aumentar el castigo del comportamiento egoísta», lo que revelaría la influencia de un sistema neural arcaico en la compleja moral humana (Scheele et al. 2014 p. 6073). Otros ejemplos: la oxitocina «hace que los rostros de los bebés resulten más atractivos, un efecto que depende del genotipo del receptor de oxitocina», también disminuye la ansiedad e incrementa la empatía ante el llanto del bebé, y aumenta el control emocional ante la risa infantil (Kenkel et al. 2017 p. 6). En animales (ratas, monos), la oxitocina es un mediador positivo de la aloparentalidad, que se vincula a la reducción de la ansiedad y el estrés (ibid., p. 10). En esta perspectiva, para hacer frente a la difícil tarea de lograr que los hijos alcancen su propio éxito social y reproductivo (ya que el asunto no se reduce a parirlos y amamantarlos), una adaptación crucial como la alomaternidad, puede explicar la implicación de la fluidez sexual femenina, y la participación de las abuelas (y otras parientes mayores), para tan importante fin en la supervivencia humana como es la crianza compartida.

Aunque suene desconcertante que la sociabilidad cálida e íntima (más allá de la cooperación solidaria, o meramente utilitaria y política), especialmente la observada entre algunas o muchas mujeres, tenga un origen lejano en la intimación sexual para formar lazos sociales, tiene mucho sentido en las funciones de la oxitocina y la vasopresina puestas en la evolución humana: otorgar a la sociabilidad la cualidad de ser una experiencia placentera y gratificante, incluso excitante (p. ej. en los rituales y las reuniones sociales emocionalmente intensas). Esto crea un pegamento social inédito en el mundo vivo.

2.3. LA EMPATÍA: SU APARENTE PROMINENCIA FEMENINA MÁS ALLÁ DE LAS CAUSAS BIOCULTURALES, Y SU CONTRAPARTE PSICOPÁTICA EN LA EVOLUCIÓN CULTURAL.

Como anticipamos, la evolución de los aspectos discutidos significa el surgimiento de una sofisticada cognición social para suponer estados mentales en los demás, un mayor control emocional, y una mejora comunicativa, todo lo que involucra a la empatía (McDonald & Messinger 2011). Hay diversas líneas de evidencia sugerentes de que las mujeres, en promedio, son más empáticas que los hombres, pero la causalidad es biocultural. Por ejemplo, en el primer examen a gran escala de las diferencias sexuales en los juicios morales, hecho en 67 países (336 691 participantes) y replicado en 19 países (11 969 participantes), «las mujeres mostraron constantemente una mayor preocupación por el cuidado, la justicia y la pureza en sus juicios morales que los hombres. Las diferencias de género en los juicios morales eran mayores en sociedades individualistas y con igualdad de género con normas sociales más flexibles» (Atari et al. 2020). Esto es consistente con que los hombres se involucren más que las mujeres en la defensa de los violadores, y la culpación de las víctimas (Gravelin et al. 2019). De hecho, algunos autores enfatizan que la empatía y las habilidades sociales son superiores en las mujeres (Baron-Cohen 2002; Greenberg et al. 2018), argumentándose que, «las diferencias sexuales en la empatía tienen raíces filogenéticas y ontogenéticas en la biología y no son simplemente subproductos culturales impulsados ​​por la socialización» (Christov-Moore et al. 2014). Sin embargo, también hay evidencia de que «la empatía de las mujeres podría estar impulsada predominantemente por factores genéticos y experiencias individuales», en un estudio con 1700 gemelos, porque «desde la infancia, los hombres y las mujeres se enfrentan a diferentes estímulos sociales y expectativas culturales, y estas experiencias pueden reflejarse en experiencias sociales en la vida adulta» (Toccaceli et al. 2018; ver también Solbes 2020). De hecho, en una encuesta las mujeres pueden tendenciosamente retratarse a sí mismas como más empáticas, reflejando estereotipos de roles de género (Baez et al. 2017). Y la influencia cultural en la empatía es, por supuesto, observable a nivel neural (Cheon et al. 2011).

Esto es consistente con que la deficiencia o la falta de empatía sea un rasgo central en la psicopatía, la cual parece prominente entre hombres (Freeman 2013; Lilienfeld et al. 2014). Incluso dentro de la psicopatía misma afectando ambos sexos, las mujeres con baja psicopatía aún consideran importante prevenir daños a los demás y preservar la equidad en sus juicios morales, en contraste con los psicópatas hombres que respaldan el daño violento (Efferson et al. 2017). Además, «las mujeres psicopáticas tienden a mostrar más inestabilidad emocional, abuso verbal y manipulación, así como agresión en sus relaciones familiares, mientras que los hombres psicopáticos muestran más comportamiento criminal y violencia instrumental» (Pauli et al. 2018), todo lo cual también es indicador de que las mujeres poseen más características conductuales vinculadas a la empatía, incluso siendo psicópatas, en contraste con la amenaza de violencia intrínseca masculina, con o sin psicopatía: a escala mundial, los hombres de hecho cometen el 95% de los asesinatos (Gibbons 2013), pero se considera que es una minoría de estos criminales quienes son verdaderos psicópatas violentos. Los psicópatas, más bien, son en promedio indetectables, están socialmente camuflados y no andan asesinando personas como dice la cultura popular. «Son superficialmente encantadores y suelen dar una primera impresión positiva a los demás» (Lilienfeld et al. 2014), y por esto mismo son más peligrosos en causar daño social. La psicología evolucionista, entre tanto, asume que la psicopatía fue beneficiosa en el pasado evolutivo humano (p. ej. da Silva D. et al. 2015). Si bien la frialdad en las decisiones y la impulsividad desalmada pueden haber jugado en favor de proteger a las crías y al grupo de los extraños, no parece tener sentido llamar a esto ‘psicopatía’, incluso haciendo una comparativa entre la dominación masculina violenta en los chimpancés y los rasgos psicopáticos humanos (Latzman et al. 2016).

En todo caso, como ocurre también al buscar las raíces profundas de la moral, la coalición política o la guerra, no podemos afirmar que los chimpancés sean ‘morales’, ‘políticos’ ni ’guerreros’. Recordemos además que los bonobos son tan parientes nuestros como los chimpancés, y su ‘pacifismo’ y dominación femenina, entonces, también están en lo profundo de la naturaleza humana. ¿Es más la biología o es más la cultura lo que decide cuál predomina (sabiendo que ninguna por separado)? En la hominización vertiginosa, entre más nos acercamos al ser humano moderno, la dinámica biocultural o gen-cultura indica que es la selección cultural la decisiva para promover y fijar conductas: la psicopatía, o mejor dicho, sus precursores como el egoísmo, la impulsividad, el utilitarismo, «la búsqueda agresiva de recursos sin tener en cuenta a los demás» (Latzman et al. 2016), también pudieron convertirse en normas sociales e institucionalizarse (es decir, seleccionarse culturalmente), en dinámica con la conquista de nuevos territorios, la división del trabajo, la acumulación de la riqueza, y el paso de la caza-recolección a la agricultura, el pastoreo, y la posterior construcción del contexto industrializado. Por ello, no debe sorprender encontrar hoy en humanos genes vinculados a todos esos rasgos, y por tanto vinculados a la psicopatía: si se trata de una vieja herencia evolutiva, quizás del ancestro común con los chimpancés y bonobos, son las normas sociales igualitaristas, también fundadas evolutivamente desde el mismo ancestro común, las que domesticaron al macho alfa ‘psicópata’. Hoy se piensa que esto fue reemplazado por una estructura social igualitarista en los primeros homínidos (p. ej. Homo erectus), junto con la disminución del dimorfismo sexual (lo que sugiere que la hembra se volvió decisiva en la selección sexual humana: ver Plavcan 2012), y que ha durado prácticamente toda la evolución humana, hasta el surgimiento de la agricultura: la sociedad industrializada es en realidad extraña y atípica –las actuales sociedades de cazadores-recolectores son básicamente igualitarias y altruistas más que egoístas e individualistas, lo que analizaremos en el tema 3 (ver los ya referidos Gintis et al. 2019; y Henrich & Muthukrishna 2021).

Entre tanto, el sustrato neural de la conducta igualitaria, de hecho, se basa en la empatía (Dawes et al. 2012). La clave es, entonces, cómo evitar una ‘cultura psicopática’, que es como mejor se podría caracterizar a la exacerbación de la competencia, el individualismo, el interés propio, la primacía del lucro y la corrupción, en nuestra atípica sociedad industrializada. Todos estos rasgos corresponden a ámbitos culturales donde los hombres se desenvuelven muy bien, tanto si para bien de este sistema, como para mal, sobre todo en el daño social que representa la desigualdad de género, y el ejercicio de la violencia sexual. Ambos, también, asuntos ampliamente dominados por hombres. Esta cultura se ha construido sobre un concepto de la naturaleza humana como egoísta y utilitarista en los siglos XVIII y XIX (días de completa exclusión de las mujeres en el pensamiento), de las manos de Adam Smith (1776 p. 27), quien formuló que el ser humano es un ente calculador para «la consideración de su propio interés», y John Stuart Mill (1836), quien afirmó que el ser humano es «un ser que desea poseer riqueza». Este es el «Homo economicus» que no es sino un psicópata según la investigación psicológica (p. ej. Yamagishi et al. 2014), refutado por la neurociencia y la biología (p. ej. Shermer 2007; Wilson 2016), pero es tal cual una cosmovisión que rige nuestra sociedad industrializada, girando en torno a la empresa y las finanzas, que atraen psicópatas y promueven la psicopatía (Babiak, Hare & McLaren 2007; Stout 2018). Acordamos con Jon Ronson: «el capitalismo en su expresión más despiadada es una manifestación de psicopatía» (BBC 2011). En esta sociedad se piensa pues, que la psicopatía es buena (NPR 2014). Aunque esto no sorprende, es claro que la psicopatía está siendo seleccionada culturalmente en contextos bien definidos, muy recientes históricamente, y no es algo universal en la especie humana, sino de hecho algo excepcional. Pese a los deslumbrantes logros de la sociedad industrializada, que ciertamente refieren a la revolución tecnológica (también dominada por hombres), nos estamos dirigiendo a una catástrofe ambiental, y, como concluye el sociólogo Jeremy Rifkin, necesitamos una revolución empática en nuestra civilización (Rifkin 2010).

La evolución cultural de la masculinización y la ‘psicopatización’ como estructura de dominación, fue posible por la excepcional legitimación institucional a través del patriarcado y el diseño del dios-macho-alfa ególatra y opresor: como mostró la historiadora Gerda Lerner en La Creación del Patriarcado, «la “formación del patriarcado” no se dio “de repente” sino que fue un proceso que se desarrolló en el transcurso de casi 2.500 años, desde aproximadamente el 3100 al 600 a.C.», en Próximo Oriente (Lerner 1986 p. 25). Esto es consistente con los enfoques evolucionistas actuales:
«la crianza cooperativa de los hijos y la caza, que proporcionaba una fuerte predisposición psicológica hacia la prosocialidad y favorecía las normas de equidad interiorizadas (...) persistió hasta que los cambios culturales del Holoceno tardío fomentaron la acumulación de riqueza material, a través de la cual volvió a ser posible sostener una jerarquía de dominación social basada en la coerción (...) Sin embargo, los seres humanos parecen constitucionalmente indispuestos a aceptar una jerarquía de dominación social basada en la coerción, a menos que el mecanismo coercitivo y sus procesos sociales vinculados puedan ser legitimados culturalmente. Resulta algo alentador que esa legitimación sea difícil, salvo en unas pocas formas bien conocidas, basadas en el patriarcado, la religión popular, o los principios de la democracia liberal» (Gintis et al. 2019). 
Hay evidencia de que, a finales de la antigüedad, al romper la Iglesia Católica las instituciones basadas en el parentesco (la forma universal de organización social humana), promovió sociopsicológicamente la estructura de la ‘familiar nuclear’ y el individualismo a finales de la Edad Media. Estos y otros rasgos conductuales modernos son predichos a escala mundial por la presencia histórica de la Iglesia, y esta influencia institucional se concentró en la Civilización Occidental, configurando cognitivamente un tipo inusual de población humana (bautizada en psicología «WEIRD», rara, por «Western, Educated, Industrialized, Rich, Democratic») (Henrich & Muthukrishna 2021 p. 24-25Schulz et al. 2019). Nosotros observamos que esto normalizó el confinamiento de la mujer al hogar, y su subordinación al ‘hombre cabeza del hogar', según la cosmovisión cristiana (mientras que en el islam continuó el matrimonio por parentesco y la poligamia como otra forma de dominación masculina).

Y esto fue, además, el andamio intelectual universalista para la expansión euro-cristiana a escala global, y la aparición de la Ilustración, el «Homo economicus», y la revolución industrial, en suma, la modernidad. Esta fue posible, como psicológicamente muestran Schulz et al. (2019), debido a que el abandono de las relaciones de parentesco promovió el pensamiento individualista y analítico, y así la prosocialidad impersonal, es decir, la confianza hacia extraños. Aunque, por un lado, esto fue y es fundamental para la construcción de la ‘aldea global’, no ha dejado de ser a la vez, a través del sistema capitalista-neoliberal (fundado en el «Homo economicus» psicopático), el fondo de la desigualdad socioeconómica a escala global y las crisis políticas (Monbiot 2016). Y por otro lado, todo esto, señalamos, se articula en un androcentrismo estructural atravesado por fuertes normas sociales sexistas y estereotipos de género, lo que se evidencia en el tratamiento que recibió la mujer en el origen del pensamiento evolucionista, en el seno de la Ilustración. Tal parece que, la extensión universalista del círculo moral hacia ‘todos’ los humanos es un discurso encantador pero superfluo y vacío, ya que, en combinación con el individualismo y el utilitarismo paralelos, en realidad quedaron fuera de tal círculo las mujeres, los niños, los homosexuales, los negros, los indígenas, y los pobres. Al existir un fuerte dominio cultural psicopático, la ciencia estuvo y aún está atravesada por la falta de sensibilidad social: la racionalización científica justificó y aún justifica la inferioridad de la mujer (como documentamos en este artículo), la superioridad de la ‘raza blanca’ (Nelson 2019), la patologización de la homosexualidad (tan tarde como en 1973 se eliminó la homosexualidad del manual psiquiátrico, pero p. ej. Robert Kinney, en 2016, insiste en que sí es una patología, auspiciado por la Catholic Medic Association de USA). La ciencia tampoco tuvo mayor interés por la vida mental de los niños (hasta mediados del siglo XX cuando se muestran los procesos cognitivos y emocionales en infantes: Hagan 2016 p. 159-162), y construyó un paradigma de la naturaleza humana, el básicamente pseudocientífico «Homo economicus», que, no obstante, define la socioeconomía y la sociopolítica en la entera sociedad industrializada.

Es incluso vergonzoso, más que inaudito, desde la perspectiva de la búsqueda del conocimiento científico, el hecho de que:
«los libros de texto médicos están llenos de imágenes anatómicas del pene, pero el clítoris apenas se menciona. Muchos profesionales médicos se sienten incómodos incluso hablando de ello» (Wahlquist 2020). «El primer estudio anatómico completo del clítoris fue dirigido por [Helen] O'Connell y publicado en 1998. Un estudio posterior en 2005 lo examinó con resonancia magnética. O'Connell descubrió que no era solo una pequeña protuberancia de tejido eréctil, descrito en algunos textos como el “pobre homólogo” del pene». 
Aunque «solo se habían publicado 11 artículos sobre disección anatómica del clítoris en todo el mundo desde 1947» (ibid.), ahora se sabe que, por un lado, la densidad de las terminaciones nerviosas «es 50 veces mayor para el glande femenino. Esto significa que la sensibilidad del glande del clítoris es extrema en comparación con la del glande masculino», y por otro lado, que el clítoris está «exclusivamente dedicado al placer femenino, mientras que el pene y el glande del pene son “multifuncionales”» (Di Marino & Lepidi 2014 p. 81). Ya que:
«la única función del clítoris es el orgasmo femenino», «¿es por eso que la ciencia médica lo ignora?» (Wahlquist 2020). 
De hecho, no solo se desconocía la estructura compleja del clítoris (p. ej. de acuerdo con la uróloga Helen O'Connell, el ‘punto G’ en realidad es la estructura envolvente del clítoris alrededor de la vagina), sino que:
«hasta ahora no hay información bien establecida sobre las causas fisiológicas precisas del orgasmo femenino, por lo que (...) sigue siendo un enigma», para la medicina y el evolucionismo (Rabinerson et al. 2018). 
Lo que sí está claro es que, respecto al masculino, el orgasmo femenino es más complejo, variable, y no está supeditado a la reproducción, por lo que:
«la posición del clítoris alejada de la vagina y el desajuste del periodo refractario masculino [el tiempo entre una eyaculación y la pérdida de erección hasta la siguiente] con la capacidad femenina de tener orgasmos múltiples, pueden haber contribuido a la evolución de las cualidades prosociales humanas» (Kennedy & Pavličev 2018).
Tratar de resolver el rompecabezas evolutivo que significa el orgasmo femenino, nos lleva a mostrar algunas investigaciones sugerentes. Por ejemplo, partiendo del vínculo de la oxitocina con la empatía, la relación íntima y la sexualidad, se postula que «la interacción de la variación en el gen del receptor de oxitocina OXTR rs53576 y el orgasmo predeciría la comunicación posterior al sexo y la posterior satisfacción de la relación. Los resultados revelaron que, en el caso de las mujeres de la muestra, el orgasmo se asociaba positivamente con la revelación de pensamientos y sentimientos positivos hacia la pareja después de la actividad sexual, lo que a su vez predecía una mayor satisfacción en la relación, independientemente de su genotipo» (Denes 2020). Lo que intentamos ilustrar es cómo pudo nacer la fuerza de la cohesión social de una experiencia más íntima, el orgasmo, conservándose las cualidades neurobiológicas de placer y gratificación de la cercanía social como adaptación para la cooperación, bajo selección cultural. Así, lo que pudo empezar con la circunstancia de mayor cercanía íntima entre individuos, evolucionó fuera del orgasmo compartido (quizás al estilo bonobo para resolver conflictos), lo que hoy se denomina «la autodomesticación humana»: «una mayor prosocialidad dentro del grupo sobre la agresión en la evolución humana» (Hare 2017). Y esto es consistente con los cambios anatómicos y conductuales que se observan en otros mamíferos bajo el llamado «síndrome de domesticación», con respecto a los antepasados salvajes: mayor docilidad, menor agresividad, reducción en el tamaño de los dientes y la morfología craneofacial (p. ej. disminución del hocico, rostro ‘infantilizado’), o la prolongación del comportamiento juvenil (Wilkins et al. 2014). Parece que la oxitocina, la vasopresina, el orgasmo, la empatía, la fluidez sexual femenina, la crianza compartida, la infancia extendida, y con todo esto la hipersociabilidad, forman un continuum biocultural de autodomesticación que define la evolución humana. Y esto pone en relieve el papel activo de la hembra humana en la evolución.

2.4. LA FLUIDEZ SEXUAL FEMENINA.

La fluidez sexual femenina es:
«la flexibilidad dependiente-de-la-situación en la capacidad de respuesta sexual de las mujeres (...) que hace posible que algunas mujeres experimenten deseos por hombres o por mujeres en determinadas circunstancias, independientemente de su orientación sexual general» (Diamond 2008 p. 3).
La fluidez sexual es más común entre mujeres que hombres, lo que se vincula a la mayor plasticidad erótica y sexual femenina según las influencias sociales e históricas (como los cambios en los prejuicios sexuales) en contraste con la sexualidad masculina (Bailey et al. 2016; Kuhle & Brezinski 2016; Diamond 2016). La hipótesis de la aloparentalidad, «postula que la fluidez sexual en las mujeres evolucionó como una adaptación que aumentó la capacidad de las mujeres ancestrales para formar vínculos de pareja con hembras que pudieran ayudarlas a criar a sus hijos hasta la edad reproductiva», que pudo servir para adquirir «una segunda forma de inversión parental para sus hijos ante la deserción, la muerte o la desinversión de recursos por parte de los padres» (Kuhle & Brezinski 2016 p. 1-2). Entendemos que en humanos modernos un «vínculo de pareja» no significa necesariamente sexo, o de ninguna forma, sexo (p. ej. las redes de ayuda entre mujeres evidentemente no involucran el sexo entre ellas, como tampoco la maternidad), sino un fuerte vínculo sentimental (tengamos en cuenta que, p. ej., la oxitocina media tanto la asociación sexual como emocional), ya que, «la hipótesis de la aloparentalidad sugiere (...) mecanismos psicológicos que subyacen a un proceso similar de comportamiento sexual» (ibid., p. 3). «Sin la cooperación de los aloparientes, tanto afines como no afines, los humanos podrían haber sido incapaces de prosperar como especie porque los infantes humanos son muy altriciales» [nacen desvalidos y necesitan un desarrollo prolongado] (Hrdy 2009). Además, «las mujeres no emparentadas a menudo contribuyen a la alomaternidad de forma sustancial en todas las culturas» (Kuhle & Brezinski 2016 p. 2).

Cabe aclarar que, como «históricamente, la sexualidad femenina ha estado sometida a un control social mucho mayor que la masculina», existe un condicionamiento socioeconómico sobre las mujeres para elegir los «papeles tradicionales como esposas y madres» (Diamond 2016 p. 250). La fluidez sexual femenina y su probable raíz evolutiva en la alomaternidad, con sus dinámicas socioculturales, así, incluyen que la mujer sea capaz de cuestionar y rechazar el rol de madre, abrazar la anticoncepción y el aborto, además de explicar la bisexualidad femenina y el lesbianismo. Como argumenta la antropóloga y primatóloga Sarah Hrdy, el «instinto materno» no existe en humanos, como tampoco «la familia nuclear» es concebible en el pasado remoto de la humanidad –se trata de «preconcepciones románticas sobre lo que las madres quieren y deben hacer instintivamente» (Hrdy 2002). Atendiendo al evolucionismo y el principio básico del éxito reproductivo, aspectos como la homosexualidad, el aborto, y también el amor romántico, se consideran contradicciones evolutivas, que, no obstante, se esfuman si atendemos a los detalles de la fluidez en la sexualidad humana, y en especial la femenina. Este abanico de conductas aparentemente contradictorias, que van del sexo, al autorreconocimiento de la atracción sexual, hasta la formación de lazos de amistad íntima y de apoyo emocional (infrecuentes entre hombres), es un espectro de lo sexual a lo abstracto, de la sobrevaloración de la maternidad al aborto (bajo el denominador común de las redes solidarias de apoyo), y de la heterosexualidad a la bisexualidad y el lesbianismo como relativamente intercambiables (en contraste con la rigidez sexual masculina). Este espectro, prominente entre mujeres, y en algunos notorios casos sin paralelo entre hombres (p. ej., no hay un solo movimiento masculino pro-vasectomía, remotamente comparable al feminismo y su lucha intrínsecamente solidaria-afectiva, a favor de conquistar los derechos reproductivos de las mujeres), podría estar mediado por el eje oxitocina-empatía-cultura.

Volviendo a la comparación con nuestros parientes más cercanos, para ilustrar las raíces evolutivas de la alomaternidad y la fluidez sexual femenina, resulta que «las hembras bonobo con frecuencia participan en un comportamiento único llamado frotamiento genito-genital (...) en el cual dos hembras frotan sus clítoris prominentes y genitales juntos», «a menudo alcanzan el orgasmo y se ha observado que se miran a los ojos y se toman de las manos durante la actividad», y «también se dan besos con lengua»; todo lo que es indicador neuropsicológico de la formación de lazos fuertes entre las hembras bonobo para facilitar la adquisición de cuidados aloparentales (Kuhle & Radtke 2013 p. 307). La fluidez sexual femenina en humanos, implica que «la mayoría de las mujeres heterosexuales nacen con la capacidad de establecer vínculos románticos con ambos sexos», derivada como se piensa, de una estrategia reproductiva de apertura sexual tanto hacia hombres (ante la ausencia paterna), como hacia mujeres (dispuestas a la crianza compartida) (Kuhle & Brezinski 2016 p. 2). Interesantemente, hay evidencia de que a las mujeres les agradan otras mujeres, más de lo que a los hombres les agradan otros hombres, independientemente de los estereotipos de género (Rudman & Goodwin 2004). La psicología evolucionista enfatiza que el sexo reproductivo basta para explicar la atracción que sienten las mujeres por los hombres, y en apoyo empírico se ha buscado mostrar que cuando las mujeres ovulan y están fértiles, ven más atractivos ciertos ‘rasgos masculinos’ en los hombres, y más abiertas están al sexo sin compromiso con ellos. Sin embargo, hay contra-evidencia, como lo explican los psicólogos Andrew Thomas et al.:
«Varios estudios han indicado que las preferencias de apareamiento de las mujeres cambian en torno a la ovulación. Entre ellas se encuentra una mayor preferencia por la masculinidad (Penton-Voak et al. 1999; Penton-Voak & Perrett 2000), la simetría (Gangestad & Thornhill 1998), la expresión de un comportamiento dominante y competitivo (Gangestad et al. 2004, 2007; Havlicek et al. 2005) y voces de menor frecuencia (Puts 2005). Además, se ha descubierto que las mujeres ajustan su comportamiento de forma indicativa de la búsqueda de pareja, como mostrar mayor interés en asistir a eventos sociales en los que es probable que estén presentes los hombres (Haselton & Gangestad 2006), elegir ropa más reveladora y pasar más tiempo arreglándose (Durante et al. 2008; Haselton et al. 2007). (...) y que el deseo extra-pareja aumenta sólo entre las mujeres fértiles con parejas menos atractivas (Haselton & Gangestad 2006; Pillsworth & Haselton 2006). (...) Aunque la evidencia que apoya la hipótesis del cambio ovulatorio puede parecer persuasiva, varios estudios recientes no han logrado replicar estos efectos (por ejemplo, Jones, Hahn, Fisher, Wang, Kandrik, Han et al. 2018; Marcinkowska et al. 2016; Marcinkowska et al. 2018a; Marcinkowska et al. 2018b)» (Thomas et al. 2021a p. 1-2).
Es decir, bajo los efectos de la ovulación, las mujeres prefieren a los hombres dominantes, pero, además, buscan ir a fiestas para encontrarlos, vestirse atrevidamente para provocarlos, y ser infieles si tienen un hombre feo de pareja. Este es un buen ejemplo, en la psicología evolucionista, de las «historias justo así» que se le critican (ver p. ej. Tweney 2008). «Justo así» como los peores estereotipos misóginos. Entre tanto, ya antes, la psicóloga evolucionista Maryanne Fisher había reportado en su tesis el fracaso empírico de la supuesta relación ovulación—atracción masculina, encontrando incluso que las mujeres ven más atractivas las caras de otras mujeres en este período (lo que resuena con el hallazgo de Rudman & Goodwin 2004: a las mujeres le agrandan más las mujeres, que a los hombres otros hombres):
«La fase menstrual no tuvo una influencia significativa en los juicios de atractivo facial de rostros masculinos y femeninos. Los rostros femeninos se calificaron como más atractivos que los rostros masculinos independientemente de la fase, y las calificaciones fueron más variables para los rostros femeninos que para los masculinos. No hubo diferencia en los niveles de testosterona salival durante la fase periovulatoria y folicular temprana, y no se obtuvieron correlaciones significativas para apoyar la hipótesis de una relación entre los juicios de atractivo y testosterona» (Fisher 1999 p. iii).
La evidencia que refuta la relación ovulación—atracción masculina, y las presunciones sexistas implicadas, es contundente hasta la fecha:
«realizamos el estudio longitudinal más grande jamás realizado sobre los correlatos hormonales de las preferencias de las mujeres por la masculinidad facial (N = 584). Los análisis no mostraron evidencia convincente de que las preferencias por la masculinidad facial estuvieran relacionadas con cambios en los niveles de hormonas esteroides en la saliva de las mujeres» (Jones et al. 2018a).
También ha surgido contra-evidencia empírica respecto al sexo masculino. Por ejemplo, el incremento de testosterona, inducida mediante el ejercicio físico, tiene «poco impacto en las estrategias de apareamiento de los hombres» (Thomas et al. 2021b). Pero sigamos con las mujeres. Las voces graves de los hombres tampoco se hacen más atrayentes durante la ovulación (Jünger et al. 2018). Y el supuesto de que las caras más masculinas indican mejor salud, es débil (Rhodes et al. 2003). A pesar de estas inconsistencias empíricas, la idea evolucionista que hace depender la sexualidad femenina del apareamiento es popular e intuitiva, y puede así fortalecer los estereotipos sexistas del público, al promover estereotipos negativos, exactamente como hace 141 años se invocaba a Darwin y la naturaleza para «explicar», o diremos más bien justificar, el desprecio hacia las mujeres (misoginia). Porque tenemos esto:
«los resultados de un estudio longitudinal mucho más amplio (N = 375) de los correlatos hormonales del deseo sexual general de las mujeres adultas jóvenes y su deseo de tener relaciones sexuales sin compromiso (...) no mostraron evidencia de que los cambios en el deseo de las mujeres de tener relaciones sexuales no comprometidas estén relacionados con su estado hormonal. (...) los cambios en el estado hormonal contribuyen a cambios en el deseo sexual general de las mujeres, pero no influyen en el deseo de las mujeres de tener relaciones sexuales sin compromiso» (Jones et al. 2018b).
Es posible que la falta de consistencia empírica en la reducción de la sexualidad femenina a la función reproductiva, se deba a que se ha menospreciado históricamente su estudio, tal como pasa con otros aspectos vinculados: el clítoris y el orgasmo femenino. Así, a priori se ha supuesto la sexualidad femenina subordinada a la elección pasiva de hombres que compiten entre ellos. La atracción entre mujeres, para nosotros, es un indicativo evolutivo de la mayor fluidez y plasticidad sexual/afectiva de la mujer, que, aunque suene contradictorio, subyace a las poco estudiadas conductas de competencia entre mujeres. De hecho, hay evidencia de que las mujeres compiten entre ellas—competencia intrasexual mediada hormonalmente, por lo que probablemente se encuentren atractivas entre mujeres para así identificar a una potencial competidora, y durante los períodos de alto estrógeno, los rostros femeninos se hacen menos atractivos entre mujeres. Esto es diferente de presuponer que la elección femenina meramente depende de la identificación de ‘buenos genes’ o ‘buena salud’ masculinos, en tanto esto tampoco es consistente empíricamente. Por ello Maryanne Fisher encuentra que:
«El nivel de estrógenos de las mujeres influye en las evaluaciones de las competidoras potenciales, de manera que otras mujeres son derogadas cuando es más crítico seleccionar una pareja de ‘buena’ calidad. En cambio, los juicios sobre el atractivo masculino no se vieron significativamente influidos por el nivel de estrógenos» (Fisher 2004 p. 285).
Toda la teorización y la insistencia en buscar probar que la sexualidad femenina es selectiva, se basa en la presunción de que, como las demás hembras animales, las mujeres son pasivas y selectivas, y como los demás machos animales, los hombres son activos y promiscuos. Para empezar, no es cierto que todos los demás animales sean así, sin embargo, esta presunción respecto a los humanos (que, tengamos en cuenta, ya venía socio-históricamente de mucho antes que aparezca la biología) se basa en la conducta sexual de las moscas de la fruta, desde el experimento de Angus Bateman en 1948. La bióloga evolutiva Patricia Adair Gowaty, en 2012, replicó tal experimento, que nunca había sido repetido y fue dado por cierto desde 1948: Gowaty no encontró evidencia de éxito reproductivo en machos, tampoco pudo encontrar que éstos eran simplemente ‘promiscuos’ (mientras las hembras ‘pasivas/selectivas’) para efectos de tal éxito. Bateman rastreó generacionalmente mutaciones notorias en las crías de las moscas adultas, y supuso, erróneamente, que los machos las transmitían más que las hembras porque se apareaban más. Patricia Gowaty en cambio descubrió que estas crías mutantes ni siquiera llegaban a adultas para aparearse (Gowaty et al. 2012). Aunque sí ocurre en otros animales, definitivamente es erróneo asumir que el éxito reproductivo humano depende de la promiscuidad indiscriminada del hombre. Como Gowaty dice: «los resultados de Bateman se creyeron tan incondicionalmente que el artículo caracterizó qué es y qué no vale la pena investigar en la biología del comportamiento femenino» (Science Daily 2012).
«Concluimos, a partir de nuestra repetición del experimento de Bateman y de las evidencias de su artículo revisado aquí y en otros artículos (...), que él tuvo pruebas relativamente débiles para sus conclusiones de que (i) la selección sexual actuaba principalmente sobre los machos a través de la selectividad de las hembras y la competencia y derroche de los machos en el apareamiento, y (ii) algunos machos se aparearon con más frecuencia que otros, produciendo una mayor varianza en el éxito reproductivo entre los machos que entre las hembras» (Gowaty et al. 2012 p. 11744).
Lamentablemente, como informa Wired (2012) sobre la replicación fallida de Gowaty del experimento de Angus Bateman: «el artículo [de Bateman] ha sido citado casi 2.000 veces y sus ideas se convirtieron en supuestos con resonancia cultural. “La palabra exceso no tiene ningún significado para un hombre”, escribió Richard Dawkins en El Gen Egoísta». Aun así, sobre Bateman se basó Robert Trivers, en 1972, para formular la ‘teoría de la inversión de los padres’, invocado por todos los evolucionistas que sostienen así que los hombres están programados evolutivamente para ser promiscuos e invertir menos energía y tiempo en la crianza, mientras que en oposición las mujeres están programadas por la evolución para ser pasivas en el sexo, porque deben dedicarse a la crianza, como ocurre con otras hembras animales. Ya vemos que esto no solo no está probado, sino que su fundamento empírico aceptado resultó falso como mostró Gowaty, sumándose al resto de investigaciones que derrumban el mito de la pasividad y selectividad sexual femenina como un mandato biológico.

2.5. DISCUSIÓN.

En esta amplia sección pretendimos explorar suficientemente la complejidad evolutiva humana, según los últimos enfoques e investigaciones. Vimos que, para empezar, la cultura y la sociabilidad han sido subvaloradas, y que sin estos aspectos, realmente no logramos explicar a profundidad tanto la espectacular encefalización como la enorme diversidad cultural de los humanos, en tanto tenemos poca variación genética dentro de la especie, incluso menor que la variación genética entre chimpancés, con muchísima menos cultura y población (Prado-Martínez et al. 2013). Innovadoras hipótesis evolucionistas resuelven esta aparente paradoja: la selección cultural y la «autodomesticación». Tal como el proceso de seleccionar crías de lobo más dóciles, generación tras generación, hasta convertir al lobo en perro, así el medio ambiente conformado por la cultura y las normas sociales determinó, en última instancia, la selección adaptativa de infantes más prosociales, y menos agresivos y egoístas, durante una etapa de crianza compartida y socialización cada vez más amplias. Esto, a su vez, posibilitará crear y difundir normas sociales más específicas, por ejemplo, y así sucesivamente, las adaptaciones biológicas y la selección cultural se convierten en un mecanismo dual dinámico, donde varían las influencias de la biología y la cultura para cada aspecto conductual (a su vez en interacción con el medio ambiente natural), pero forman un sistema indivisible. La biología y la cultura no funcionan como explicaciones aparentemente opuestas en nada que respecte a las conductas complejas. Otro ejemplo ilustrativo, desde «una comprensión de la inseparabilidad de la naturaleza y la crianza», es la «teoría de los sistemas dinámicos» de la bióloga Anne Fausto-Sterling: «cómo la diferencia cultural se convierte en diferencia corporal», donde «un concepto clave es que, en lugar de llegar preformado, el cuerpo adquiere respuestas nerviosas, musculares y emocionales como resultado de un toma y daca con sus experiencias físicas, emocionales y culturales» (Fausto-Sterling, sin fecha de publicación).

Una aclaración respecto a todo lo expuesto, es que no se pretende argumentar que las mujeres son de Venus, y los hombres de Marte. De hecho, referimos evidencia de la disminución del dimorfismo sexual desde el Homo erectus. Además, se estima que desde hace 560 000 a 1.2 millones de años (precisamente la larga era del Homo erectus) se perdió el pelaje, y «los humanos estaban desnudos antes de estar vestidos», hace recién 20 000 años (Rogers et al. 2004), o 40 a 70 000 años (Kittler et al. 2003). Así, hay que notar que se han desarrollado ‘rasgos sexuales secundarios’ para poder identificarse entre sexos opuestos, probablemente debido a esta nueva condición de desnudez. Sin embargo, una vez que los rasgos sexuales secundarios se ocultaron por la ropa en tiempos muy recientes, la oposición anatómica entre mujeres y hombres tuvo que convertirse en una oposición cultural a través de la construcción de normas sociales, estereotipos identitarios y roles de género, institucionalizados rígidamente en las sociedades agrícolas. Por lo tanto, en nuestra especie con poco dimorfismo sexual, las sutiles diferencias entre mujeres y hombres se amplifican culturalmente, hasta llegar al caso atípico del sistema socio-estructural de estereotipos y roles de género de la sociedad industrializada. Como producto cultural, la ciencia evolucionista es pues, «un campo que ha estado plagado históricamente de suposiciones sexistas con poca base en la biología, como la noción de que las mujeres son menos inteligentes que los hombres» (Saini 2020). En el estudio del cerebro humano, de hecho, hoy se cuestiona el énfasis dado a un supuesto dimorfismo sexual, que, consistente con la evolución humana, en realidad es tan débil que no logra explicar, p. ej., la abrumadora desproporcionalidad de la violencia sexual masculina. Neurocientíficas como Cordelia Fine, Gina Rippon, entre otras, muestran que «los seres humanos han desarrollado un cerebro adaptativamente plástico que responde a las condiciones ambientales y a las experiencias, y la modulación de la función endocrina por esos factores experienciales contribuye a esa plasticidad» (Fine et al. 2013).

La dinámica entre el cerebro, las hormonas, y la historia del individuo (que abarca su interacción con el contexto social), no es considerada por la psicología evolucionista respecto a las diferencias entre hombres y mujeres, en tanto «se suele dejar en manos de investigadores ajenos al campo la identificación de los factores ambientales y culturales que son importantes para moderar las preferencias supuestamente “universales” relacionadas con el sexo» (ibid.) Ya que hay evidencia de que los roles de género modulan el estado neurohormonal (ibid.), la clásica argumentación inversa, de que hay patrones fijados evolutivamente en el cerebro y la funcionalidad hormonal que determinan la conducta sin influencia cultural, no es empíricamente consistente. Existe, más bien, lo que se denomina ‘neurosexismo’: la idea de que los hombres y las mujeres tienen cerebros diferentes, y que sus diferencias conductuales se deben a diferencias neurales categóricas, ignorando las influencias culturales (Fine 2013). El meta-análisis más reciente y más grande realizado, abarcando 30 años de estudios neurocientíficos de diferencias entre cerebros de mujeres y hombres, publicado en Neuroscience & Biobehavioral Reviews, encuentra que el tamaño es la única diferencia clara entre estos, no el sexo ni el género. La neurocientífica Lise Eliot y su equipo de trabajo nos dicen:
«Resumiendo los extensos hallazgos que hemos revisado, las diferencias sexo/género en el cerebro humano son extremadamente sutiles y variables. No hay nada que justifique el término “dimorfismo sexual” para describirlas. Entre las pocas diferencias fiables, casi todas son subproductos del tamaño del cerebro, y ninguna es evidencia de “dos formas” como denotaría el “dimorfismo”. Así, cuando el tamaño del cerebro se covaría en el análisis de las medidas cerebrales de los individuos, el sexo/género explica alrededor del 1% de la varianza total. En otras palabras, las diferencias cerebrales atribuibles al sexo o al género son triviales en relación con otras fuentes de variación individual.» (Eliot et al. 2021 p. 690)
De hecho, en relación inversa al claro dimorfismo sexual genital femenino y masculino, donde las formas intersexuales (combinación anatómico-genital femenina y masculina) son minoritarias, el cerebro humano típicamente tiene una estructura tanto presupuesta femenina como presupuesta masculina (el binarismo del cerebro, en realidad, no es una hipótesis, sino que históricamente se ha asumido como si fuese un hecho, cual reflejo de la oposición genital), y más bien las formas minoritarias son las marcadamente distintas entre mujeres y hombres. El cerebro humano es pues típicamente intersexual, y atípicamente binario o dimórfico, lo que la neurocientífica Daphna Joel elabora en la hipótesis del mosaico:
«Estas descripciones del cerebro típico femenino y masculino tienen en común la suposición implícita de que los diferentes rasgos dentro de un mismo cerebro estarían situados de forma similar a lo largo del continuo masculino-femenino de cada rasgo (es decir, todos los rasgos estarían situados en el extremo masculino de su distribución, o todos estarían situados en el extremo femenino, o todos estarían situados entre los dos extremos). Si este fuera el caso, entonces los cerebros se alinearían a lo largo de un continuo femenino-masculino, con el típico cerebro femenino diferente del típico cerebro masculino. Sin embargo, en 2015 descubrimos que los cerebros “mosaico”, es decir, los cerebros que consisten en una mezcla de rasgos, algunos situados en el extremo masculino de su distribución y otros situados en el extremo femenino, son mucho más comunes que los cerebros internamente consistentes que consisten en un solo tipo de rasgos (…) Sobre la base de este hallazgo, concluimos que los cerebros de las mujeres y de los hombres no pertenecen a dos categorías distintas ni se alinean a lo largo de un continuo femenino-masculino (Joel et al., 2015)» (Joel 2021 p. 166). 

Resumen gráfico de la hipótesis del cerebro mosaico (Basado en Joel 2021). Hacer click para ampliar.

La psicóloga Janet Hyde, también pone en tela de juicio la tradición de asumir diferencias esenciales innatas entre mujeres y hombres, teoriza las similitudes, y propone sustituir el binarismo de género por una concepción de sexo/género que resalte la multiplicidad, la diversidad, la inclusión (la persona puede identificarse con más de un género) y la fluidez (la identidad puede cambiar durante la vida). Para esto Janet Hyde y colegas reúnen amplia evidencia:

«Esta revisión describe 5 conjuntos de hallazgos empíricos, que abarcan múltiples disciplinas, que fundamentalmente socavan el binarismo de género. Estas fuentes de evidencia incluyen hallazgos de neurociencia que refutan el dimorfismo sexual del cerebro humano; hallazgos de neuroendocrinología del comportamiento que desafían la noción de sistemas hormonales sexualmente dimórficos, no superpuestos y genéticamente fijados; hallazgos psicológicos que resaltan las similitudes entre hombres y mujeres; investigación psicológica sobre las identidades y experiencias de personas transgénero y no binarias; e investigación del desarrollo que sugiere que la tendencia a ver el género/sexo como una categoría binaria significativa está determinada culturalmente y es maleable» (Hyde et al. 2019 p. 1).
Anteriormente, Hyde (2014) había realizado una evaluación de 46 meta-análisis de las aparentes diferencias cognitivas, conductuales y emocionales mujeres/hombres, para demostrar que ambos son muy similares. Al año siguiente, el psicólogo Ethan Zell y colegas pusieron a prueba las hipótesis de la diferencia de género, y de la similitud de género, extendiendo para ello el análisis a 106 meta-análisis, que incluían datos de más de 20.000 estudios individuales y más de 12 millones de participantes. Con esto hallaron que la diferencia absoluta media entre hombres y mujeres fue un efecto pequeño de 0,21, siendo el 85% de las diferencias entre hombres y mujeres pequeñas (46,1%) o muy pequeñas (39,4%) (Zell et al. 2015). La evidencia de la similitud mujeres/hombres es, simplemente, poderosa.

Con todo esto, desde el evolucionismo, la neurociencia, y la psicología, queremos llegar al siguiente punto crítico: el igualitarismo está enraizado de diferentes formas en la naturaleza humana, y aglutina tanto la neurodiversidad como las sutiles diferencias neuro-evolutivas que son moduladas culturalmente. Porque, la neurociencia con enfoque feminista, no niega que existan diferencias relativas y de grado: refuta que existan dos tipos de cerebros humanos, y rechaza que neurocientíficamente se justifiquen estereotipos de género. Gina Rippon es categórica:

«por supuesto que hay diferencias de sexo (...) El cerebro es un órgano biológico. El sexo es un factor biológico. Pero no es el único factor; se cruza con muchas variables» (Fox 2019).
La psicología evolucionista con enfoque feminista tampoco rechaza que las conductas humanas hayan evolucionado: expone las inconsistencias empíricas de supuestos androcéntricos, y reformula la investigación y la teorización del papel de la mujer como un agente activo en la evolución. Esto lo desarrollaremos en el tema 4.

Otro tema discutible es el de la mayor empatía femenina, y por ello referimos literatura desde diversas líneas, neurocientífica, psicológica, y psiquiátrica, con enfoques enfrentados, sobre la predisposición biológica innata o el aprendizaje de estereotipos de roles de género. Para el primer enfoque, referimos al psicólogo Simon Baron-Cohen, quien defiende la existencia de dos categorías de cerebros (femenino/masculino), y que la mayor empatía femenina es un asunto innato, tanto como la tendencia masculina al pensamiento sistemático y el autismo, fundamentalmente debido a la exposición del cerebro fetal a la testosterona durante el embarazo. Sin embargo, se ha mostrado que los estudios a favor tienen sesgos teóricos, fallas metodológicas, e inconsistencia empírica respecto a otros estudios (Nash & Grossi 2007 p. 7-14), y, de hecho, han fracasado las replicaciones de las pruebas sobre la influencia de la testosterona como causal del autismo en infantes (p. ej. Kung et al. 2016). Además:
«si las niñas están “programadas” para la inteligencia social (empatía), y los niños para el razonamiento científico (sistematización), deberían encontrarse diferencias de sexo en las habilidades emergentes de los niños en estas áreas. Pero no es así» (Nash & Grossi 2007 p. 12).
El sesgo de atribuir la ‘falta de interés’ de las mujeres en la ciencia, sobre todo en las ‘ciencias exactas’ (físico-matemáticas) a causas biológicas innatas, lo hemos abordado en artículos anteriores (ver aquí, y aquí también). En resumen: las niñas y los niños son expuestos al estereotipo del científico-como-hombre, y esto afecta negativamente durante el crecimiento a las chicas, desalentándolas de la ciencia, habiendo, además, una sobrevaloración de las ‘ciencias exactas’ sobre las ciencias sociales (al día de hoy, por ejemplo, se sigue afirmando que la psicología no es una ciencia, que, curiosamente, es un campo con fuerte presencia femenina). De acuerdo con todo lo expuesto en este artículo, las pequeñas diferencias que puede haber en los cerebros son amplificadas socioculturalmente durante el desarrollo infantil, y todo indica que este es el caso con la prominencia femenina en la empatía.

El asunto crítico es: ¿qué hacemos con esto?, ¿afecta negativamente a las mujeres y al feminismo poseer una mayor aptitud empática, o juicios morales con alta sensibilidad social?, ¿o es más bien una ventaja estratégica para la acción política, como ejemplifican las redes de ayuda y solidaridad? Porque, de acuerdo con Anne Fausto-Sterling podríamos descartar todo lo mostrado como «mala literatura», pero entonces, esto no desaparece el hecho de que las mujeres en efecto forman poderosas redes sociales empáticas, aun bajo la embestida del reaccionarismo conservadurista si se trata de feministas, y aún siendo la empatía un entrenamiento cultural estereotipado. Creemos que esto es muy beneficioso. Si precisamente, desde hace siglos experimentamos una cultura de jerarquías de coerción y desigualdad de poderes y privilegios, afectando a mujeres (y también a hombres), el feminismo no tiene razón para continuar esta política masculinizada, sino cambiarla, revertirla, usando la sociabilidad relacional afectiva, y no meramente utilitarista, para alcanzar sus objetivos políticos. No se trata tampoco de romantizar los sentimientos, pero, ¿se piensa acaso que una mayor empatía femenina es una debilidad? Este es exactamente el estereotipo del «sexo débil»: negar la empatía implica reforzar este prejuicio. De hecho, inyectar feminismo en las ciencias de la vida y las ciencias sociales, ya se traduce en repensar el papel de la mujer y los niños en la evolución, y en enfocar aspectos socioemocionales que habían sido subestimados como motores de la hominización, todo lo que amplía, profundiza, y enriquece el conocimiento del ser humano, en lo que hoy muchos científicos están de acuerdo que depende en buena medida de la empatía. En el siguiente tema veremos que, el estudio de la sociabilidad humana se suma a mostrarnos que el igualitarismo, y no el dominio de cazadores ‘indispensables’ luchando por las hembras, ha sido lo realmente indispensable para disparar la hominización.

3. SOCIABILIDAD MULTINIVEL: EL IGUALITARISMO ANCESTRAL.

Las sociedades humanas actuales son caracterizadas como sociedades multinivel, que tienen diferencias fundamentales respecto a otras sociedades multinivel entre primates. «Una sociedad multinivel es una estructura social con niveles anidados de organización social. Los individuos se estructuran en grupos unitarios estables que se asocian preferentemente con otras unidades para formar un nivel superior de organización social. Los seres humanos, por ejemplo, viven en una sociedad de varios niveles donde las familias se reúnen para formar una comunidad local, las familias se combinan para formar niveles de organización social más altos, como suburbios, ciudades, estados y países» (Maeda et al. 2021). La cohesión, no el egocentrismo de camarilla, es algo que distingue a las sociedades multinivel (Grueter et al. 2017). «Las comunidades modulares de parejas monógamas, o en su mayoría parejas monógamas, son un fenómeno exclusivamente humano (Chapais 2011a). Otra diferencia con otras sociedades modulares de primates es que las unidades de alimentación en los seres humanos no son necesariamente OMU» [N. del T.: one-male unit — ‘unidad de un solo macho’]. «Los grupos de búsqueda de alimento humano suelen estar segregados por sexo debido a la división del trabajo, una característica fundamental y única de la organización social humana». «Los seres humanos son la única especie multinivel en la que la mera tolerancia entre los grupos cruzados evolucionó hacia redes cooperativas multigrupo y la coordinación de grupos sociales completos (Chapais 2011b; Rodseth et al. 1991), dando lugar a muchas características derivadas de la sociabilidad humana, como la cooperación intensa, la prosocialidad y la transmisión cultural (Hill et al. 2011)» (Grueter et al. 2012).

Ahora bien, «la sociabilidad multinivel acelera la diferenciación cultural y la evolución cultural acumulativa», donde las agrupaciones de familias y el intercambio de conocimiento acumulativo entre ellas, tal como se observa en las sociedades multinivel de cazadores-recolectores actuales, a pesar de su poca población, pudo ser crítica en el pasado para la expansión global del Homo sapiens (Migliano et al. 2020). «Los estudios genómicos han demostrado que las estructuras sociales fluidas ya caracterizaban a las poblaciones humanas del Paleolítico Superior en expansión» (ibid., p. 1). Este es el Pleistoceno tardío de los «humanos emocionalmente modernos», «cuando la caza cooperativa de animales grandes, la división del trabajo y el reparto de la comida cobraron importancia», y «los homínidos de ambos sexos ya debían estar predispuestos a leer las intenciones de los demás para coordinarse», que, entre 400 000 o 25 000 años, «probablemente estuvo acompañada de una “selección social punitiva” contra los hombres tacaños o demasiado dominantes, como se ha documentado en la mayoría de las sociedades de cazadores-recolectores bien estudiadas» (Hrdy & Burkart 2020). Hoy, en las sociedades multinivel de los cazadores-recolectores, los múltiples grupos (campamentos) pueden compartir algunos vínculos familiares entre ellos, pero todos mantienen un grado de independencia, porque también los integran individuos que no son parientes. El equipo interdisciplinario de Migliano et al. (2020), estudió estas características únicas en los cazadores-recolectores de Agta (Filipinas), y las comparó con simulaciones de poblaciones sin tales características (p. ej.: todos los individuos estaban relacionados). Halló que sólo las poblaciones de cazadores-recolectores generan mayor evolución cultural, puesto que los conocimientos se mantienen independientes entre los grupos, y al recombinarse se genera un progreso cultural más rápido.

Interesantemente, además Migliano et al. proporcionan evidencia de que «el igualitarismo sexual de las sociedades de cazadores-recolectores», resultó también ser un rasgo indispensable para la evolución cultural acelerada. Aquí es central el patrón estructural en díadas (parejas) mujer-hombre, habiendo un menor peso para las díadas mujer-mujer, «pero no hay un patrón claro con respecto a las díadas hombre-hombre», y sí «pocas diferencias observadas entre hombres y mujeres» (ibid., p. 1). Los autores proponen que «la estructura multinivel observada en los cazadores-recolectores existentes puede explicar el dinamismo cultural de H. sapiens desde sus orígenes y su expansión mundial. Creemos que la estructuración multinivel ya caracterizó a las poblaciones de la Edad de Piedra Media que emergieron hace 320 000 años» (ibid., p. 5). Esto confirma anterior evidencia de Dyble et al. (2015), cuya simulación contrastada con cazadores-recolectores reales, «sugiere que, aunque todos los individuos de una comunidad busquen vivir con el mayor número posible de parientes, el parentesco dentro del campamento se reduce si hombres y mujeres tienen la misma influencia en la selección de los miembros del campamento». Recordemos: «la teoría evolutiva destaca la importancia de vivir con parientes, sobre todo porque comparten algunos de nuestros genes. Sin embargo, una evaluación a gran escala de las sociedades contemporáneas de cazadores-recolectores ha establecido un patrón consistente de convivencia entre individuos no emparentados» (Science, 2015, comentario sobre el artículo de Dyble et al. 2015). Esta aparente contradicción se resuelve al eliminarse la dominación masculina heredada del ancestro común con los chimpancés y bonobos (aunque éstos últimos en realidad tienen una organización inversa o igualitaria).
«Entender el igualitarismo sexual de los cazadores-recolectores y el cambio de la filopatría [en zoología, tendencia a quedarse en el espacio de nacimiento] masculina jerárquica típica de chimpancés y bonobos a un patrón de residencia multilocal es clave para las teorías de la evolución social humana. Una posible pista para la evolución de la igualdad de sexos en el linaje de los homínidos fue el aumento del coste de la reproducción humana asociado al mayor tamaño del cerebro en los primeros Homo. Los mayores costes de la descendencia requerirían la inversión tanto de las madres como de los padres, como se observa entre los cazadores-recolectores actuales». «La desigualdad de género reapareció en los humanos con la transición a la agricultura y el pastoreo. Una vez que los recursos heredables, como la tierra y el ganado, se convirtieron en determinantes importantes del éxito reproductivo, comenzaron a surgir la herencia con sesgo de sexo y los sistemas lineales, lo que dio lugar a desigualdades de riqueza y de sexo. Este efecto previsto se demostró en nuestro modelo no igualitario y en los datos de los agricultores de Paraná. Nuestros resultados también aportan más pruebas de que la multilocalidad, y no la patrilocalidad [en antropología, la pareja mujer/hombre que reside con el padre del hombre], es la norma entre los cazadores-recolectores móviles» (Dyble et al. 2015 p. 3).
El incremento del costo reproductivo, la crianza compartida y la igualdad de sexos, progresó de reclutar parientes directos como «las abuelas, que tienen un importante papel de aprovisionamiento en muchas sociedades de cazadores-recolectores», a integrar personas no emparentadas, con cuya convivencia se «estableció el entorno selectivo para la evolución de la hipercooperación y la prosocialidad». «Este sistema social puede haber permitido a los cazadores-recolectores ampliar sus redes sociales, amortiguando el riesgo ambiental y promoviendo los niveles de intercambio de información necesarios para la cultura acumulativa». (ibid., p. 3).

Un argumento similar, para explicar evolutivamente la sociopolítica humana, sostiene que, «la fuerte interdependencia social y la disponibilidad de armas letales en la sociedad de los primeros homínidos socavaron la jerarquía de dominio social estándar, basada en la pura destreza física, de los grupos de primates con varios machos y varias hembras, característicos, por ejemplo, de los chimpancés. La estructura política exitosa que acabó sustituyendo a la jerarquía de dominación social ancestral fue un sistema político igualitario en el que el grupo controlaba a sus líderes» (Gintis et al. 2019 p. 2). Estos autores también muestran que la agricultura y la civilización nos devolvieron a la desigualdad: «este sistema político no autoritario persistió hasta que los cambios culturales del Holoceno fomentaron la acumulación de riqueza material, gracias a la cual fue posible volver a sostener una jerarquía de dominio social con líderes autoritarios fuertes en la cima» (ibid.) Y nuevamente, la competencia masculina por hembras no es la clave de la evolución, argumentan Gintis et al.:
«los primeros estudiosos de la evolución humana interpretaron la hipercognición humana como un proceso de selección sexual desbocada, en el que los individuos inteligentes tenían más éxito a la hora de atraer a sus parejas, pero no contribuían de otro modo a la aptitud de los miembros de la banda. Esta era la teoría preferida de Charles Darwin (1871) y Ronald Fisher (1930), y más recientemente de Geoffrey Miller (2001). Sin embargo, la selección desbocada es rara, y si existe, suele ser una desviación a corto plazo del comportamiento que maximiza la aptitud. Explicar la inteligencia humana como un producto de la selección sexual desbocada es una historia-justo-así de primera clase, del tipo tan elocuentemente criticado por Stephen Jay Gould y Richard Lewontin (1979). Nuestra lectura de las pruebas sugiere que la hipercognición humana, a pesar de los costes energéticos extremos de mantener un cerebro grande, mejoraba la aptitud debido a la mayor capacidad cognitiva y lingüística, que conllevaba mayores cualidades de liderazgo igualitario» (ibid., p. 25).
Representación artística de una cazadora de vicuñas de los Andes.
Autor: Matthew Verdolivo (UC Davis IET Academic Technology Services).

La más reciente evidencia arqueológica muestra que las mujeres participaban en la caza de animales grandes, lo que echa por tierra el mito de ‘hombre el cazador’:
«La caza mayor es un comportamiento predominantemente masculino entre las sociedades recientes de cazadores-recolectores. Tales observaciones parecerían sugerir que este patrón de comportamiento de género es ancestral, aparentemente derivado de rasgos de la historia de vida relacionados con el embarazo y el cuidado infantil, que limitan las oportunidades de subsistencia de las mujeres. Sin embargo, varios estudiosos han teorizado que tal división del trabajo habría sido menos pronunciada, completamente ausente o estructuralmente diferente entre nuestros primeros antepasados cazadores-recolectores. Las primeras economías de subsistencia que enfatizaban la caza mayor habrían fomentado la participación de todos los individuos capaces. La aloparentalidad, que parece tener profundas raíces evolutivas en la especie humana, habría liberado a las mujeres de las demandas de cuidado infantil, permitiéndoles cazar» (Haas et al. 2020 p. 1).
«La caza comunal, que también parece tener profundas raíces evolutivas, habría fomentado la contribución de las hembras, los machos y los niños, tanto en la conducción como en el envío de grandes animales» (ibid.) Además, la destreza en el uso del lanzador de lanzas, la principal tecnología de caza ancestral, «puede alcanzarse a una edad temprana, potencialmente antes de que las hembras alcancen la edad reproductiva» (ibid.) El tradicional retrato de la prehistoria del hombre-cazador compitiendo por las hembras relegadas a la crianza, es insostenible ante todo lo que hemos mostrado, y más aún: Haas et al. (2020) muestran evidencia sólida del enterramiento de una mujer cazadora en los Andes, hace 9000 años, y realizan un meta-análisis de yacimientos arqueológicos por toda América, «que incluye otras 10 mujeres en paridad estadística con los primeros enterramientos de cazadores masculinos. Los resultados son coherentes con las prácticas laborales no sexistas en las que las primeras mujeres cazadoras-recolectoras eran cazadoras de caza mayor» (ibid.) En Europa, nuevos estudios sobre neandertales «donde las dietas ricas en carne y la ausencia de herramientas de procesamiento de plantas o para trabajar la piel», apuntan a una minimización de la división sexual del trabajo (ibid., pág. 5). Haas et al. (2020) señalan también que:
«algunos estudiosos se han mostrado reacios a atribuir la funcionalidad de la caza a las herramientas asociadas a los enterramientos femeninos. En relación con el enterramiento paleoindio de Gordon Creek, Breternitz et al. se han preguntado: “Dado que se ha determinado que el enterramiento es femenino, la inclusión de una preforma de punta de proyectil ha sido difícil de explicar. Sin embargo, si el artefacto hubiera sido utilizado como cuchillo o raspador, herramientas típicamente femeninas, entonces su inclusión con el entierro es una asociación más consistente.” Nelson impugnó la determinación del sexo basada en el ADN en Toca dos Coqueiros basándose en parte en que “...[l]a presencia de ofrendas funerarias inferidas en forma de puntas de piedra astilladas y otras herramientas y lascas parecen apoyar la [estimación masculina]... (...) tal reticencia puede reflejar cierto grado de sesgo de género contemporáneo o etnográfico» (Haas et al. 2020 p. 1).
Subrayamos nosotros: si no es que se suponen cosas ‘típicamente’ femeninas, entonces hay ‘incredulidad‘ ante la propia evidencia molecular de que es una mujer cazadora, lo que, sorprendentemente implica negar la prueba molecular para insistir en que, si son herramientas de cacería, ‘solo puede ser un hombre’. Seguidamente buscaremos el origen de este enraizado sesgo.

3.1. EL ORIGEN DEL PATRIARCADO Y LA DESIGUALDAD DE GÉNERO.

El paso de la caza-recolección a la agricultura, la ganadería, la vida sedentaria, la división sexual del trabajo, el urbanismo, en suma, la Revolución Neolítica, también ha sido romantizada desde los días de Darwin como un ‘progreso’ de lo salvaje y lo primitivo a lo ‘necesariamente’ elevado y bondadoso. Al parecer, tanto como el mito del ‘buen salvaje’, también existe el mito del ‘buen civilizado’. Sin embargo, esa transición, no fue un supuesto triunfo sino a costa de profundos cambios sociales donde fue central el control reproductivo sobre la mujer, ni ha devenido con el tiempo en algo inequívocamente beneficioso: el balance de la era agrícola e industrial al día de hoy, lo que algunos llaman «Antropoceno», por un lado es un impacto negativo en la biósfera y el clima, y, por otro lado en el ámbito social, si bien «en las sociedades postindustriales emergentes en las que la división entre el trabajo asalariado de los hombres y el trabajo doméstico de las mujeres se está rompiendo (...) la segregación ocupacional por sexos sigue prevaleciendo, ya que las mujeres se concentran en ocupaciones que se consideran que requieren cualidades femeninas y los hombres en ocupaciones que se consideran que requieren cualidades masculinas» (Eagly & Wood 1999 p. 421). Para la psicología evolucionista estándar, esto se debe a que de nacimiento hombres y mujeres difieren en la elección de pareja (ellos prefieren mujeres domésticas, y ellas gustan hombres proveedores), a causa de diferentes predisposiciones genéticas para ese cometido (que se deduce existen porque se identifican patrones diferentes de elección de pareja transculturalmente, y esta universalidad presupone una causal biológica, sin mayor influencia cultural). Sin embargo, «un reanálisis de D. M. Buss (1989a) sobre las diferencias de sexo en los atributos que se valoran en las parejas potenciales en 37 culturas, arroja una variación transcultural que apoya la explicación social estructural de las diferencias de sexo en las preferencias de pareja» (ibid., pág. 408). La construcción social de tal estructura apunta a la revolución agrícola.

La visión tradicional de que la agricultura sustentaba holgadamente grandes poblaciones humanas no es precisa. La revolución neolítica demoró, mucho, en producir beneficios, y significó por el contrario enfermedades y guerras. De hecho, como muestra James C. Scott, politólogo y antropólogo especializado en sociedades agrarias y no estatales, en su libro Against the Grain: A Deep History of the Earliest States, hay una paradoja en la relativa mala salud y la alta mortalidad de los recién nacidos, frente al aumento de fertilidad (Scott 2017 p. 83).
«La población mundial en el año 10.000 a.C., según una cuidadosa estimación, era de aproximadamente 4 millones. Cinco mil años después, en el 5.000 a.C., sólo había aumentado a 5 millones. Esto no representa una explosión demográfica, a pesar de los logros civilizatorios de la revolución neolítica: el sedentarismo y la agricultura. En cambio, en los cinco mil años siguientes, la población mundial se multiplicó por veinte, hasta superar los 100 millones. La transición neolítica de cinco mil años fue, pues, una especie de cuello de botella demográfico, que refleja un nivel de reproducción casi estático. Suponiendo incluso una tasa de crecimiento de la población apenas por encima de los niveles de reemplazo (por ejemplo, el 0,015%), la población total se habría duplicado con creces durante esos cinco milenios. Una explicación probable de esta paradoja del aparente progreso humano en las técnicas de subsistencia junto con un largo periodo de estancamiento demográfico es que, epidemiológicamente, este fue quizás el periodo más letal de la historia humana. En el caso de Mesopotamia, se afirma que, debido precisamente a los efectos de la revolución neolítica, se convirtió en el foco de enfermedades infecciosas crónicas y agudas que devastaron a la población una y otra vez» (Scott 2017 p. 96). 
La domesticación de los primeros granos de cereales promueve la concentración poblacional, y para la producción de granos con excedentes, surgen élites (probablemente, observamos nosotros, los ‘utilitaristas’ que en tal contexto tuvieron una oportunidad insólita para crear jerarquías dominantes) que construyen normas sociales nuevas sobre propiedad, división del trabajo, coerción, y esclavitud. Así, evolucionan culturalmente los primeros estados: sistemas de instituciones para controlar la población hacia la producción agrícola (ibid., p. 150-182).

De acuerdo con Scott, los estados incipientes se tenían que imponer violentamente, bajo esta misma circunstancia se desintegraban, y eran «más a menudo una amenaza añadida a la subsistencia que su benefactor» (ibid. p., 124). Los estados crearon otra plaga: la de los «impuestos en forma de grano, mano de obra y reclutamiento por encima del oneroso trabajo agrícola» (ibid., p. 21). Los estados no inventaron la esclavitud y la servidumbre humana, pero sí «las sociedades a gran escala basadas sistemáticamente en el trabajo humano coaccionado y cautivo» (ibid. p. 180). No inventaron la guerra, pero la aumentaron (ibid., p. 193; ver también Patou-Mathis 2015). No crearon la hambruna, pero la hicieron más probable: «una pérdida de cosecha que, sin impuestos, podría significar el hambre, podría, después de que el Estado cobrara sus impuestos, significar la ruina total» (Scott 2017 p. 123). Desarrollos culturales como la escritura, la ciudad-estado griega, y los grandes dioses masculinos, convergieron en la legitimación institucional y legal del patriarcado (Peterson 2014), referido así a poderes moralizantes y coercitivos con las mujeres, más allá del ámbito humano (Soler & Lenfesty 2016). Entre tanto, estudios etnológicos y arqueológicos concluyen que la transición a dietas basadas en cereales provocó una reducción de la esperanza de vida y de la estatura, un aumento de la mortalidad infantil y de las enfermedades infecciosas, el desarrollo de enfermedades crónicas, inflamatorias o degenerativas (como la obesidad, la diabetes de tipo 2 y las enfermedades cardiovasculares) y múltiples deficiencias nutricionales, como carencias vitamínicas, anemia ferropénica y trastornos minerales que afectan a los huesos (como la osteoporosis y el raquitismo) y a los dientes (ver p. ej. Sands et al. 2009; O'Keefe et al. 2004). La estatura media bajó de 178 cm para los hombres y 168 cm para las mujeres a 165 cm y 155 cm, respectivamente, y hubo que esperar hasta el siglo XX para que la estatura humana media volviera a los niveles anteriores a la Revolución Neolítica (Hermanussen 2003).
«Tras la llegada de la agricultura y los asentamientos, las pruebas de los roles de género se vuelven casi omnipresentes. Entre ellas se encuentran las diferencias en la química de los huesos y los dientes entre hombres y mujeres, que sugieren diferencias en el estado nutricional; las diferencias en las cicatrices musculares y las marcas de estrés en los huesos, que sugieren estilos de vida o patrones de trabajo ligeramente diferentes; y un aumento de las tasas de natalidad (reducción de los intervalos entre nacimientos), que sugiere que las mujeres pasaban más tiempo embarazadas y en las funciones de cuidado de la primera infancia (véanse los resúmenes en Fuentes 2012, 2017a). Los bienes funerarios y los patrones de enterramiento comienzan a mostrar algunas diferencias de estatus y de género alrededor de esta misma época (véase, por ejemplo, Cintas-Peña y Sanjuan 2019). La mayor complejidad social y material, la desigualdad y el género empiezan a aparecer de la mano en los últimos 15 000 años. Hombres y mujeres se superponen ampliamente en la mayoría de las evaluaciones, pero cuanto más nos acercamos en el tiempo al presente, más vemos la evidencia material de las diferencias en sus roles en la adquisición y procesamiento de alimentos, en el cuidado de los niños, en la producción de tecnologías y en las jerarquías sociales, políticas y económicas de las sociedades» (Fuentes 2021 p. 21).
Detallamos lo problemática que fue la transición de la caza-recolección con estructura social predominantemente igualitaria, a la agricultura y la jerarquización social violenta, para sostener dos argumentos. Primero: los hombres, probablemente los oportunistas psicopáticos en especial, aprovecharon estas condiciones ambientales socioculturales desastrosas para acaparar el poder, controlar reproductivamente a la mujer y confinarla a la crianza (desapareciendo así la crianza compartida), y extender su herencia tanto socio-normativa como genética (por lo cual tenemos hoy mayores indicadores de rasgos psicopáticos entre hombres, o bien ciertos rasgos antisociales y la falta de consciencia prominentes entre hombres). Este escenario neolítico es lo que muestran dos hallazgos. En el primero, Karmin et al. (2015), analizaron más de 450 muestras del cromosoma Y de hombres y el ADN mitocondrial de mujeres de todo el mundo: encontraron que hace entre 4.000 y 8.000 años, solo 01 hombre dejaba descendencia por cada 17 mujeres que se reproducían. El equipo de científicos propuso que este cuello de botella genético entre hombres, se debió a un proceso no de selección natural sino de selección cultural: solo unos pocos hombres acumularon mucha riqueza y poder, sin dejar nada para los demás, porque, no es que los hombres desaparecieran, sino que solo algunos embarazaban muchas mujeres. El segundo hallazgo confirmó el primero: Zeng et al. (2018) reunieron datos genéticos, arqueogenéticos y antropológicos a los que aplicaron modelación matemática, para probar la predicción de que el cuello de botella genético entre hombres fue el resultado de un cambio sociocultural, en el que la competencia y la lucha entre clanes patrilineales limitó la cantidad de hombres que lograban dejar descendencia. Este cambio social, y sus consecuencias genéticas, ocurrieron en las sociedades agrícolas y pastoriles, no en los cazadores-recolectores. Incluso, los científicos encuentran que la falta de variación genética entre hombres es más pronunciada entre los pastores. 

Ahora bien, cuando los autores hablan de luchas entre clanes patrilineales agropastoriles, se refieren a la guerra sistemática, mientras surgen y caen los proto-estados coercitivos, con lo que es altamente probable que el aumento generacional del embarazo, por unos pocos hombres poderosos, significó la instauración de una normatividad social de coerción sexual de la mujer. Lo que, por supuesto, estaba lejos de ser un proceso pacífico: la arqueología muestra que hubo rapto de mujeres en el neolítico (Meyer et al. 2015; Bodet 2019). Así se construyeron los cimientos sociales del patriarcado, que normativamente se reproduce hasta la modernidad. Tal estructuración social puede dar cuenta de las diferencias conductuales entre mujeres y hombres que, al observarse hoy, muchos psicólogos evolucionistas suponen que tienen un origen biológico con poca o ninguna implicación cultural. Sin embargo, como muestra la antropóloga y primatóloga Sarah Hrdy, «la preferencia de una mujer por un hombre rico puede explicarse por la simple realidad de que (...) los hombres monopolizan la propiedad de los recursos productivos (ganado, tierra, trabajos bien remunerados)», y el origen de esto yace en cierto tipo de construcción social y política asimétrica de dominio masculino y subordinación femenina, lo que se denomina patriarcado, no ‘en los genes’ de nuestros ancestros homínidos, ni es innato. Esta cultura patriarcal, argumenta Hrdy, se proyecta a través de la historia conocida donde recientemente, a pesar de que las mujeres ya comparten derechos legales de herencia de propiedad, «los hombres siguen controlando el acceso a los recursos productivos (y/o a los trabajos mejor pagados)», porque «los acuerdos de propiedad patriarcales se dan por sentados. Las mujeres (y su descendencia) no sólo dependen de los maridos para mantenerse, sino que, como es típico en las sociedades patriarcales, el estatus de una mujer se define por si se casa o no, y con quién. Sólo cuando esta situación cambie, se espera que los criterios de elección de pareja también cambien gradualmente» (Hrdy 1997 p. 29-30).

El segundo argumento surge de considerar la naturaleza desastrosa de los cinco mil largos años de transición neolítica, y hacer un paralelo con la pandemia de covid-19: los hombres se vuelven más agresivos en los desastres (Peterman et al. 2020). Otros autores han mostrado que la violencia sexual contra mujeres y niñas aumenta en los desastres (ver Rezaeian 2013; Larson 2019). Por ejemplo, «el cambio climático es reconocido como un serio agravante de la violencia de género» (UN News 2019). En la pandemia de covid-19, informes alrededor del mundo indican un aumento de las agresiones sexuales respecto al 2019, y en relación al descenso de la delincuencia común, con una estimación de un vasto número de casos no denunciados (ONU Mujeres 2020). La situación de violación y embarazo de niñas en Latinoamérica se ha tornado, de hecho, crítica (Amnistía Internacional 2020). También se disparó el abuso sexual infantil online (Attanasio 2020). Entre tanto, la explicación evolucionista clásica aquí sería la competencia sexual entre hombres por mujeres. No obstante, ya que «la igualdad de género puede aumentar la violación en forma de reacción masculina» (Martin et al. 2006), es notable que la violación de mujeres aumente durante el aislamiento y el retroceso que esta situación implica para la igualdad de género, en el contexto del endurecimiento de la lucha feminista por la igualdad de género y el aborto, tal como si fuese un escarmiento sexual (algo muy en consonancia con la visión construccionista social de que la violación sexual es un asunto de ejercicio de poder del hombre sobre la mujer). Es decir, la pandemia actual y los desastres son escenarios que ‘disparan’ la violencia y la depredación sexual masculina. Creemos que esto ilustra el origen de la coerción sistemática que ejerce el hombre sobre la mujer. Y una vez más, la cultura resulta decisiva. Por ejemplo, el desempleo y el rompimiento del rol de ‘hombre proveedor’, sumado a los fuertes estereotipos de dominación masculina en sociedades ya desiguales, empeorando bajo el covid-19, hace que los hombres perciban su ‘identidad masculina’ amenazada, lo que conduce a la violencia hacia la pareja, y su aumento en la presente pandemia (Stanley 2020).

Todo lo alarmante de este asunto atrajo, por fin, la atención de los evolucionistas en 2020. Un reciente artículo analiza este contexto, nos dice, a través de «10 ideas ofrecidas por una amplia gama de pensadores evolucionistas, con experiencia que va desde la medicina evolutiva hasta la evolución cultural a gran escala», para comprender «las presiones evolutivas sobre el virus, nuestra respuesta humana a la pandemia y cómo un enfoque evolucionista puede ayudarnos a enfrentar el covid-19» (Seitz et al. 2020). En este artículo, cuyas secciones, aclara, «no representan necesariamente un consenso de todos los autores» (ibid., p. 27768), se reconoce que «las normas de género están retrocediendo y la desigualdad de género está aumentando», sin embargo, nosotros vemos que se menosprecia el papel de «los estereotipos de género obsoletos y la falta de empoderamiento de las mujeres»; y, si bien «el razonamiento evolucionista predice que las mujeres dejarán el lugar de trabajo o sacrificarán su productividad más que los hombres» (ibid., p. 27770), para dedicarse a la familia, tal idea no excluye en absoluto la influencia cultural, ya que toda esta situación se hace más problemática, «en ciudades y países con mayor desigualdad económica», respecto a la sexualización de las mujeres y la violencia masculina (ibid., p. 27771); mientras que, de hecho, las niñas y los niños interiorizan los roles de género desde los 4 años de edad (ver Solbes 2020). Volviendo al artículo de Seitz et al., se reconoce «la teoría de la herencia dual para hacer que la evolución cultural tenga lugar más rápido y a mayor escala que nunca, incluso tan rápido que pueda seguir el ritmo de la evolución genética del virus» (Seitz et al. 2020 p. 27772). Entre tanto, la activación del asco para evitar el contacto con otros (en quienes se identifiquen signos de enfermedad, y así evitar un posible contagio), considerada una conducta de origen evolutivo, se asocia al endurecimiento de los juicios morales, ya que «el asco personal puede influir en los sentimientos morales de forma nefasta» (ibid., p. 27770). Esto propicia el rechazo a la promiscuidad, la lucha por el aborto, las minorías sexuales, en suma, la proliferación de la mentalidad conservadora, misógina y homofóbica. Para nosotros, bajo esta perspectiva teórica, las políticas feministas (pensando en enfrentar el recrudecimiento de la desigualdad de género) resultan evolutivamente fundamentadas.

Luego de esta revisión evolucionista del patriarcado, hay que explicar la aparente paradoja que representa, precisamente, el asentamiento de la sociedad patriarcal y androcéntrica, y para resolverla enfocamos el paso de algunas sociedades de la caza-recolección a la agricultura, y la reestructuración social del igualitarismo en patriarcado, aspectos con los que se construye una socioeconomía de acumulación de riqueza y poder. Sin embargo, esto no es suficiente para resolver la paradoja cultural de la dominación masculina en la que vivimos. Concluimos aquí que no es pues que esté enterrada culturalmente nuestra biología igualitarista, ya que:
«No hay evidencia suficiente para afirmar que los hombres humanos, y por lo tanto los procesos de masculinidad, hayan sido moldeados por una selección [natural] específica para la violencia» (Fuentes 2021 p. 22).
Sino que, todos los ámbitos institucionales del poder han venido a consistir en un patrón de dominio masculino, estructuralmente violento, surgido, sostiene Fuentes, «de estructuras históricas y sociales específicas que se desarrollaron a medida que los sistemas patriarcales se volvieron dominantes en múltiples sociedades en todo el planeta durante los últimos tres o cuatro milenios» (ibid., p. 13). Esto se refleja más recientemente, desde hace un siglo y medio, en la dependencia del modelo económico-egoísta «Homo economicus», el capitalista-industrial. Bajo este insólito modelo, el riesgo de autodestruirnos, contaminando la atmósfera y la biósfera, simplemente se ha incrementado (p. ej. Baer 2012; Park 2015). Recordemos que las sociedades de cazadores-recolectores siguen existiendo desde hace más de 1.5 millones de años: la primera evidencia indiscutible de cacería se asocia al Homo erectus. No obstante, como mostramos, hoy se considera que la cacería, ni era más exitosa que la recolección, que pudo subsistir con la carroña (o al menos fue precedida por ésta entre Australopithecus y Homo habilis), y que no era una tarea exclusivamente masculina. Además, la civilización industrializada tiene tan solo dos siglos de existencia, y la carrera científica al parecer tiene éxito en combatir la era de las enfermedades iniciada en la Revolución Neolítica. Es decir, en realidad no sabemos en absoluto si este modelo de sociedad funciona, y, para su tan corta existencia, ya habernos puesto en alerta crítica sobre su impacto negativo en el medio ambiente, pone en seria duda su efectividad para la supervivencia humana: puede ser igual de efectiva para su aniquilación. Por lo pronto, la igualdad de derechos en todos los ámbitos, así como la eliminación del patriarcado, la misoginia, y la violencia sexual, son asuntos urgentes.

Ahora, expondremos de manera directa el androcentrismo en la psicología evolucionista.

4. MÁS QUE UNA CARA BONITA: SESGO DE GÉNERO EN LOS LIBROS INTRODUCTORIOS A LA PSICOLOGÍA EVOLUCIONISTA SOBRE LAS CONTRIBUCIONES DE LA MUJER EN LA EVOLUCIÓN.

La psicóloga evolucionista Rebecca Burch analizó 22 libros introductorios que «son la puerta de entrada a la disciplina», revisando 20 años de texto e investigación entre 1996 y 2016, donde «la forma en que describen a la humanidad establece el marco tanto para la investigación futura como para la percepción pública», y encontró que «la mayoría discute el atractivo femenino en detalle, omite la inteligencia e ingenio femenino, disminuye el papel de la mujer en el aprovisionamiento y descuida a las mujeres mayores. En general, esto da una visión incompleta y/o sesgada de la especie humana» (Burch 2020 p. 100). Bajo afirmaciones como estas: las mujeres actuales son «las ganadoras de un concurso de belleza de 5 millones de años», o, «la apariencia de una mujer es más significativa que su inteligencia (...) para determinar la pareja» (Burch está citando al psicólogo evolucionista David Buss), nos retrotraemos a las impresionantes declaraciones ya expuestas de Charles Darwin sobre la inferioridad femenina. Como decíamos en la introducción, el sesgo androcéntrico data del origen de la psicología evolucionista, y es algo sostenido y persistente al día de hoy, pero también hay voces desafiantes nos aclara Rebecca Burch: desde «la contestación de Eliza Burt Gamble (1894) a Darwin (1871), titulada The Evolution of Woman, an Inquiry Into the Dogma of Her Inferiority to Man en 1894», hasta «la formación (y la carta de propósito) de la Sociedad de Perspectivas Evolucionistas Feministas (Sokol-Chang & Fisher, 2013)» (ibid., p. 100-101), se ha expuesto y criticado este sesgo. Pero esto, por supuesto, degenera en los espacios públicos y los medios en simple y llana misoginia: 
«¿es sorprendente ver las publicaciones en los debates de los medios sociales de psicología evolucionista que afirman que el feminismo moderno es un intento de los individuos menos aptos genéticamente para igualar el campo de juego” (debate de los medios sociales de psicología evolucionista, 2018)? Washburn & Lancaster (1968) afirmaron que “nuestro intelecto, intereses, emociones y la vida social básica son todos productos evolutivos del éxito de la adaptación a la caza” (p. 293). Este énfasis en la caza se traduce en comentarios online como las sociedades de cazadores no tenían esos problemas; las mujeres recolectoras podían llevar fácilmente a sus hijos al trabajo con ellas mientras que los hombres salían a largas y arduas cacerías” (debate en los medios sociales de psicología evolucionista, 2018)» (Burch 2020 p. 101).
Ya vemos que esto es más claramente un mito muy popular (recordemos las presunciones evidentemente estereotipadas que se hacen sobre la sexualidad femenina para buscar una relación ovulación—atracción masculina). Esta no es una declaración vacía en mera defensa del feminismo, sino que, de hecho, se trata de un sesgo demostrable:
«El sesgo histórico masculino en la investigación de la psicología evolucionista (Meredith, 2013) y la autoría de libros de texto (ver más abajo) pueden crear un sesgo masculino en lo que las mujeres aportan a la tabla evolutiva. Si se examinan los puntos principales (...) la forma en que se representa a la mujer en la investigación, son los siguientes: un énfasis excesivo en las jóvenes vírgenes, una falta de información/interés en el cuidado de los padres (en particular el cuidado materno) y un énfasis excesivo en el papel de los hombres. Todos estos son ejemplos de prioridades documentadas de los hombres (Buss 1994)» (Burch 2020 p. 104).
Resumimos estos puntos que desarrolla Rebecca Burch:

1. Más allá de la ingenua → se enfatiza el atractivo sexual de la mujer, intelectualmente pasiva limitada a escoger al hombre, y se presta poca atención a sus habilidades cognitivas después de volverse madre, mientras abunda la argumentación de la dependencia del hombre en la crianza, y se trata el infanticidio como una estrategia de la maternidad, pero no otras estrategias. De manera excepcional, un solo libro trata el asunto del desarrollo infantil, y cómo los niños llegan con éxito a su edad reproductiva (ibid., p. 107-108).

2. Dependencia de los hombres para la supervivencia → el 90% de los libros enfatiza la cacería sobre la recolección, y es pobremente tratado el probable igualitarismo evolutivo (ibid., p. 108).

3. Dependencia de los hombres para la crianza → solo cuatro libros hablan de la aloparentalidad o crianza compartida. Siendo que se discute algo la alomaternidad, es excepcional la discusión sobre su centralidad en la evolución humana (ibid., p. 108-109), tal como hemos mostrado.

4. Mujeres mayores → «¿Qué se escribe sobre las mujeres más allá de la atractiva ingenua; más allá de jóvenes y fértiles y reproductivamente viables? En toda la muestra, menos de una página está dedicada a las mujeres mayores», en promedio, a pesar de la evidencia etnográfica de la importancia de las abuelas, no solo como proveedoras y hasta más importantes que los padres en la crianza, sino como capacitadoras sociopolíticas en la madurez de los hijos (ibid., p. 109).

5. ¿Para el interés de quién? → Burch nos informa que «de los 22 textos, 19 (86,4%) tratan del atractivo físico como factor de éxito evolutivo femenino», y «el sexo del autor influyó en la forma en que se presentaron estos rasgos. Hay varios ejemplos de cómo las expectativas sobre el comportamiento femenino (especialmente por parte de los autores masculinos) no están respaldadas por las pruebas». En alguno de estos libros (p. ej. Evolutionary Psychology: The Science of Human Behavior and Evolution, de Matthew Rossano 2003), notamos machismo explícito y conservadurismo casi risible. Nos informa Burch en la página 110 de su artículo:
«Rossano (2003), sin citación, pinta una imagen inexacta tanto de las sociedades cazadoras-recolectoras como del comportamiento sexual femenino: “Los hombres aceptaban ser proveedores fiables para la esposa y la familia (carne) a cambio de que las jóvenes accedieran a tener toda su vida reproductiva dominada por un solo hombre (sexo)” (p. 252). Esta frase ignora la investigación sobre los cazadores-recolectores, las estrategias sexuales femeninas y la monogamia humana en serie. Rossano (2003) también describe repetidamente a las mujeres preferidas como “recatadas”, “inhibidas”, “tímidas”, “modestas” y “sexualmente ingenuas” y coloca la responsabilidad del comportamiento sexual femenino directamente en la corte del hombre: “Aquellos que arriesgaron su legado genético con las Bettys (mujeres más ‘sexualmente atrevidas’) de nuestro pasado tenían menos probabilidades de transmitir sus genes y el deseo asociado de tener hembras sexualmente atrevidas como parejas a largo plazo” (p. 251)».
Otro libro (Evolutionary Psychology: A Clinical Introduction, de Christopher Badcock 2000), es hasta deshonesto al forzar los datos modernos contradictorios en el evolucionismo, cuando descarta que las mujeres podrían estar ocultando el número de parejas sexuales en las encuestas (pareciendo así selectivas y castas), pero sí concede que los hombres estarían ocultando la verdad en las encuestas si declaran que no tienen parejas sexuales (ibid., p. 110). «A lo largo de los textos se afirma que las mujeres prefieren la inteligencia [en los hombres] (...) pero no se menciona que las mujeres tengan ninguna capacidad para detectarlos o juzgarlos». Nuevamente, el tratamiento de la inteligencia femenina es excepcional y dependiente del sexo del autor (las autorías masculinas dominan ampliamente la literatura en psicología evolucionista) (ibid., p. 110-112).

Como observa Burch:
«si las mujeres no son tan dependientes de los hombres como se creía anteriormente, se mitiga la importancia de lo “bonito” y otros atributos se vuelven mucho más importantes. Dados los parámetros de las relaciones, las responsabilidades y los recursos de las mujeres, surge un conjunto completamente nuevo de atributos importantes» (ibid., p. 112).
Ella concluye: «los libros de texto introductorios [a la psicología evolucionista] deberían revisar muchas más investigaciones» (ibid., p. 112). Entre tanto, la mencionada Sociedad de Perspectivas Evolucionistas Feministas, está alentando a las y los profesionales del área a exponer «las limitaciones en la investigación que involucra el papel de las mujeres (o conceptos erróneos de primates no humanos en general) a lo largo de las décadas», aunque, «en realidad no es nada positivo que debamos seguir llamando la atención repetidamente sobre estos temas» (Fisher & Bourgeois 2020 p. 1). Estas psicólogas reúnen una variedad de artículos, para proporcionar un foro crítico sobre las investigaciones tradicionales en psicología evolucionista, que a menudo retratan a la mujer como un agente pasivo en la evolución, y que «no han logrado incorporar con éxito puntos de vista más precisos de campos alineados como la ecología del comportamiento y la biología evolutiva» (ibid., p. 2). Por ejemplo, uno de los artículos trata el asunto de que «las visiones pasadas del apareamiento de las mujeres generalmente no incluían la posibilidad de que las mujeres se comporten de una manera que explote a los hombres». Interesantemente, aunque se descubre «que las mujeres, al igual que los hombres, pueden identificar fácilmente a estos hombres [que pueden ser manipulados e incluso agredidos], no encuentran atractivas estas señales de explotación» (ibid., p. 3). Lo cual contrasta, anotamos nosotros, con que, al menos según la visión evidentemente sesgada en la psicología evolucionista y sin ningún respaldo empírico, en el pasado distante los machos promiscuos sí preferían a las hembras tontitas.

En otro artículo, se aborda el potencial perdido de la autora ignorada Antoinette Brown Blackwell (1825-1921), quien en 1875 escribió «Los sexos en toda la naturaleza», y se señala «cómo el campo podría haber cambiado si Darwin y aquellos que construyeron sobre su trabajo hubieran prestado atención a los puntos de vista de Brown Blackwell, particularmente con respecto a la inversión parental asimétrica». Se enfoca la ‘teoría de la inversión de los padres’ (de Robert Trivers, 1972, que es un paradigma basado en animales, que se usa como presunción fija en la psicología evolucionista sobre la reproducción humana) «y las implicaciones de confiar en su trabajo en lugar de puntos de vista que pueden haber surgido de la construcción de la teoría de Brown Blackwell» (ibid., p. 3). Esta teoría «es muy problemática cuando se aplica a los humanos»: «incluye la suposición de que las mujeres se aparean principalmente para la fecundación y eligen a sus parejas en función de la calidad, mientras que los hombres se basan en una estrategia de cantidad. Esta conclusión no es exacta, dado que las mujeres toman activamente decisiones relativas a la compensación del éxito reproductivo pasado (o actual) frente a los beneficios futuros» (ibid., p. 4, ver también Hrdy 1986; Kokko & Jennions 2008; Jennions & Fromhage 2017). Agregamos que esto tampoco es consistente con los recientes enfoques bioculturales de la evolución humana.

Resumiendo hasta aquí, falta mucho por investigar a las mujeres actuales y en la evolución humana, como paralelamente, debatir y superar el sesgo androcéntrico en el evolucionismo, considerando los naturales límites empíricos en este campo de estudio. Los cambios han sido pocos a pesar de que, proviniendo de una perspectiva feminista, se ha estado «llamando la atención sobre la necesidad de ver las mujeres como más activas dentro de los procesos evolutivos durante alrededor de cuatro décadas» (ibid., p. 4). El paradigma de que la especie humana se debe a la inteligencia de ancestrales machos dominantes, no resiste el escrutinio de la cooperación y el altruismo humanos, ni la evidencia de mecanismos cognitivos adaptados para el aprendizaje cultural, lo que sugiere fuertemente que es la selección cultural, no la natural, el mecanismo evolutivo que explica la basta diversidad conductual por sobre la uniformidad genética de la especie humana: la dominación masculina que hoy vemos no está programada biológicamente, sino que surge en tiempos recientes de evolución cultural solo en las sociedades agrícolas, pastoriles, e industriales. El macho-cazador-dominante se tambalea ante los datos etnográficos del igualitarismo de los cazadores-recolectores (y el relativo igualitarismo de los bonobos y sus hembras dominantes en algunos aspectos), a la vez que fracasa en las simulaciones de acumulación cultural vertiginosa, y es seriamente contradicho por los restos arqueológicos de mujeres cazadoras. Otras líneas teóricas también socavan la centralidad otorgada al hombre-cazador, como la importancia de la alomaternidad y la infancia en el surgimiento de los humanos emocionalmente modernos (y no meramente anatómicamente modernos), y la complejidad socio-sexual de la mujer, lo que apunta con firmeza a que, aquellas supuestas mujeres ancestrales ingenuas que solo necesitaban ser bonitas y elegir al macho más macho, existan solo en los estereotipos sexistas de los psicólogos evolucionistas.

5. CONSTRUCCIONISMO BIOSOCIAL.

Nuestra perspectiva crítica no se limita a la psicología evolucionista, sino que también objeta el rechazo de la teoría y el activismo feminista a la biología y la evolución (Eagly 2018). Cualquiera de los puntos de la agenda feminista, a través de cualquiera de sus diferentes ideologías y olas, sin alterarse ni modificarse en absoluto, se enmarcan completamente en un marco teórico biocultural. De hecho, tenemos la seguridad de que el soporte teórico evolucionista ajustado a lo que los datos recientes muestran (en lugar de ajustarse a estereotipos sexistas), robustece las luchas feministas. Este marco científico biocultural, sin embargo, se opone del todo a lo que algunas y algunos llaman «feminismo científico», p. ej. según afirma la ‘influencer’ Roxana Kreimer, que se trata, en resumen, de refutar al feminismo, definiéndolo además como «androfobia» (‘odio a los hombres’) y «relativismo posmoderno irracionalista» (ver aquí). Tal extraña definición, que por cierto nada tiene de científica, la hemos diseccionado en un anterior artículo (ver aquí). Acordamos pues con el argumento de las psicólogas Alice Eagly y Wendy Wood: «el progreso en la investigación sobre el género requiere un cambio fundamental más allá de las limitaciones que ahora son obvias en la psicología evolucionista y el razonamiento feminista clásico. Creemos que se necesita una nueva teoría que se aparte significativamente de estas metaperspectivas existentes. Los supuestos de la psicología evolucionista se están volviendo insostenibles ante datos contradictorios (...) Sin embargo, los supuestos feministas clásicos sobre la importancia primordial de la causalidad social del entorno deben integrar los procesos evolutivos en modelos más complejos que den cuenta de la mediación biológica, psicológica y social de las diferencias y similitudes entre los sexos». «Esta teoría biosocial es explícitamente evolucionista en su suposición de que los seres humanos desarrollaron complejos sistemas neuronales y hormonales que les permiten adaptar los comportamientos masculinos y femeninos a las demandas de las sociedades en las que viven» (Eagly & Wood 2013 p. 553).

Estos sistemas, siguiendo a Eagly & Wood, «complementaron la herencia de los sistemas biopsicológicos de los mamíferos más antiguos porque vivir en grupos sociales complejos requería comprender el yo en relación con los demás, además de detectar y regular las acciones para evitar la exclusión social (Heatherton 2011). Así, la evolución dotó a los humanos de la capacidad de comprender las expectativas típicas de género, formar identidades de género y regular su biología y comportamiento en consecuencia. El sofisticado cerebro que dotó a los humanos de estas habilidades también permitió la cultura acumulativa, de la que fluyó el inmenso éxito de los humanos como especie (Boyd et al. 2011). Irónicamente, uno de los mayores fracasos de la psicología evolucionista es su muy limitada comprensión de cómo la evolución moldeó los sistemas neurohormonales humanos». «Una creciente apertura mental de algunas psicólogas feministas para incorporar procesos biológicos es evidente no sólo en la teorización reciente (por ejemplo, Hyde et al. 2008), sino también en la defensa de Tate (2012) y Liesen (2012) de las teorías evolucionistas que son compatibles con las perspectivas feministas. Apoyamos la sugerencia de Liesen de leer la investigación en biología evolutiva que presenta nuevos modelos de selección sexual (por ejemplo, Gowaty 2003). Como también señaló Liesen, las ideas de los ecologistas del comportamiento sobre la flexibilidad con la que las sociedades humanas se acomodan a las condiciones contemporáneas (Brown et al. 2009) también alentarían a las feministas. Tanto la biología evolutiva como la ecología del comportamiento pueden contribuir a que los psicólogos comprendan el entrelazamiento de la causalidad biológica y ambiental de las diferencias y similitudes entre los sexos» (ibid., p. 553-554).
«En conclusión, es hora de ir más allá de la afirmación simplista de Buss & Schmitt (2011) de que “en algún nivel, todas las hipótesis psicológicas son implícita o explícitamente hipótesis psicológicas evolucionistas” (p. 782). Esta afirmación es claramente falsa: la psicología evolucionista no es la única teoría evolucionista. Muchas de las predicciones que hacen los psicólogos evolucionistas sobre las diferencias y similitudes entre los sexos son inconsistentes con los hechos empíricos conocidos, y los supuestos metateóricos de esta teoría proporcionan una visión demasiado empobrecida de la interacción social humana para dar cuenta de las formas en que las personas interpretan el género dentro de las sociedades. Propusimos un modelo evolucionista moderno del género que reconoce las capacidades evolucionadas del ser humano para formar culturas complejas y organizar la vida social en torno a una división del trabajo (Eagly & Wood 2012; Wood & Eagly 2012; Wood & Eagly 2002). Nuestra teoría es feminista en su descripción del comportamiento humano como situado dentro de los contextos sociales y su reconocimiento de la capacidad humana para el cambio social, incluyendo el cambio hacia la igualdad de género» (ibid., p. 554). 
El modelo del que Eagly & Wood están hablando lo denominan «construccionismo biosocial», que, como el propio término dice, integra la realidad de las obvias diferencias evolutivo-sexuales, anatómicas, reproductivas, músculo-esqueléticas (que de por sí han disminuido en nuestra historia evolutiva respecto al marcado dimorfismo sexual de los chimpancés y otros primates), con la realidad de la socialización desde la infancia de los roles de género (que son creencias compartidas sobre los rasgos de mujeres y hombres), y la incorporación neurocognitiva de las normas sociales. A continuación, extraemos largas citas de un amplio artículo donde Wood & Eagly elaboran la teoría del construccionismo biosocial (con el que coincidimos en gran medida en nuestro artículo).
«La evidencia de que hombres y mujeres a veces se involucran en actividades atípicas de género sugiere una psicología flexible que no se diferencia rígidamente por sexo. La flexibilidad se refiere no a la variación aleatoria de comportamiento, sino a la capacidad de variar los comportamientos para permitir la reproducción y la supervivencia bajo demandas situacionales cambiantes. Por ejemplo, ambos sexos pueden ser socialmente sensibles o agresivos, si se les brinda la socialización adecuada y el apoyo de los procesos sociales normativos, autorreguladores y hormonales. Esta capacidad de respuesta a las demandas culturales y situacionales surge de las capacidades evolucionadas de los seres humanos para innovar y compartir información con otros y, por lo tanto, producir una cultura acumulativa en la que se comparten creencias y prácticas y posteriormente se modifican». «Esta división surge de manera flexible debido a dos conjuntos de causas: (a) el entorno cultural, socioeconómico y ecológico en el que vive la gente y, (b) los atributos físicos distintivos de mujeres y hombres, especialmente las actividades reproductivas de las mujeres y el tamaño y la fuerza de los hombres». «La división del trabajo establece una cascada de procesos psicológicos y sociales», donde «las personas infieren los rasgos de hombres y mujeres al observar sus comportamientos, y generalmente consideran estos rasgos como intrínsecos a cada sexo. Por ejemplo, si las mujeres cuidan de los niños, se piensa que son cariñosas y atentas, y si los hombres luchan en las guerras, se piensa que son duros y valientes». «Los procesos biológicos como la activación hormonal apoyan los comportamientos de roles de género. Mediante esta confluencia de procesos biosociales, los individuos dentro de una sociedad construyen dinámicamente el género en patrones que se adaptan a su tiempo, cultura y situación» (Wood & Eagly 2012 p. 57-58). 

En contraste con la teoría psicológica evolucionista estándar, que considera las diferencias sexuales como prefijadas por el pasado evolutivo, en el modelo de construcción biosocial, «las diferencias sexuales y las similitudes en el comportamiento surgen de la división del trabajo en una sociedad, que en sí misma es producto de fuerzas sociales y culturales en interacción con los rasgos biológicos característicos de cada sexo» (ibid., p. 59). «En las sociedades más complejas socioeconómicamente, la división del trabajo siguió reflejando los atributos físicos fundamentales de cada sexo, pero abarcó una gama más amplia de actividades que la caza y la recolección. Con el advenimiento de la agricultura intensiva, los hombres se especializaron en la producción agrícola con la ayuda de la tecnología del arado (Harris 1993) y las mujeres realizaban tareas domésticas, incluido el procesamiento de cultivos alimentarios y productos de animales de granja (Murdock & Provost 1973). El trabajo doméstico de las mujeres aumentó a medida que aumentaba la fecundidad en las sociedades agrícolas» (ibid., p. 62). Recordemos que el incremento de la fecundidad fue un proceso coercitivo sobre las mujeres, vinculado a una alta mortandad por epidemias, malnutrición, y guerras durante el penoso establecimiento de la agricultura (Scott 2017).
«Con la industrialización, las tasas de natalidad disminuyeron solo lentamente (Drake 1969), y el trabajo de las mujeres se limitó aún más a la esfera privada y doméstica porque el trabajo no doméstico se trasladó de los hogares y las granjas a las fábricas y oficinas» (Wood & Eagly 2012 p. 62).
La percepción de esta diferenciación sexual omnipresente, y su incorporación cognitiva como marcos de creencias en el individuo socializado en este medio ambiente cultural, descansan en mecanismos y sesgos psicológicos ampliamente documentados, entre los que cuentan la emulación y la imitación durante el desarrollo infantil y la crianza, y el esencialismo, no solo para la construcción social del género, sino también para posibilitar los cambios socioculturales en los estereotipos de género. El ‘razonamiento’ esencialista sobre mujeres y hombres, biológico pero no social, está detrás del pensamiento de que «todo el mundo es un cierto tipo de persona y no hay mucho que se pueda hacer para cambiar eso», y así justifica la reacción contra las luchas sociales. En contraste, el esencialismo social, que implica la posibilidad de cambios en los roles de género/sexo, «podría apoyar a quienes abogan por políticas sociales que promuevan la igualdad de género» (ibid., p. 68-76).

Aunque la psicología evolucionista estándar enfatiza que las diferencias sexuales psicológicas no dependen de la socialización, sino que son innatas, que se predeterminan en el cerebro del feto bajo el control de las hormonas andrógenas (p. ej. testosterona):
«varias revisiones narrativas han señalado lo esquivo de la evidencia de las estructuras neurales diferenciadas por sexo que presumiblemente resultan de la exposición temprana a los andrógenos (Fine 2010; Jordan-Young 2010; Wallentin 2009). Además, las revisiones meta-analíticas han encontrado poca evidencia sistemática de diferencias de sexo en tales estructuras neurales o en el procesamiento cognitivo relacionado (Bishop & Wahlsten 1997; Pfannkuche, Bouma, & Groothuis 2009; Sommer, Aleman, Somers, Boks, & Kahn 2008)» (ibid., p. 66-67).
La abundante evidencia de que las mujeres y los hombres son sistemáticamente mal vistos, castigados socialmente con subvaloración y rechazo, cuando no cumplen con las expectativas sociales de los roles y los estereotipos de género/sexo (o muestran rasgos asumidos socialmente como parte esencial del sexo opuesto), simplemente desborda cualquier explicación evolucionista que no atienda a estos datos, por un lado, y por otro lado, que no atienda a los bien demostrados procesos cognitivo-sociales humanos como la Teoría de la Mente (suponer y predecir los estados mentales de los demás), el sistema de expectativa de recompensa (la gratificación mediada por la dopamina y la oxitocina al cumplir con las expectativas sociales), y la autorregulación emocional, todos aspectos que precisamente sostienen neurobiológicamente el aprendizaje y la fijación cognitiva/emocional de las normas sociales, y la programación de la conducta según la percepción de éstas. Así, bajo la capacidad neuroplástica del cerebro (que se sabe es importante en las regiones cerebrales asociadas al aprendizaje, la memoria, y las emociones), y luego de un largo proceso de socialización desde la infancia:
«la experiencia de vida modifica las estructuras neuronales para promover el desempeño hábil de los sexos en tareas que satisfacen sus metas personales, las cuales, a su vez, están influenciadas por las expectativas sociales» (ibid., p. 77-88).
Las revisiones meta-analíticas de datos sobre enormes cantidades (cientos y miles) de estudios psicológicos sobre las diferencias entre mujeres y hombres, arrojan un resultado contundente:
«los estereotipos de género predicen con precisión las diferencias de sexo demostradas en la investigación psicológica» (ibid., p. 91).
De los resultados de estos meta-análisis, se evidencia que las creencias de los estereotipos de género/sexo no son más que prejuicios consensuados socialmente sobre esencias sexuales biológicas proyectadas al ámbito social, pero que no reflejan la realidad de las similitudes sexuales. Por ejemplo, «consideremos el ámbito de la asunción de riesgos. En consonancia con los estereotipos sobre una mayor agencia masculina que femenina, los hombres asumen más riesgos que las mujeres en una amplia gama de tareas de laboratorio y en entornos naturales. Sin embargo, cuando se analizó su efecto, se obtuvo una diferencia (d) media estandarizada de sólo 0,13 (Byrnes, Miller & Schafer 1999). Para un efecto de esta magnitud, las distribuciones normales de la toma de riesgos de los dos sexos se solapan hasta el punto de que el 45% de las mujeres son más propensas a tomar riesgos que el hombre medio y el 45% de los hombres son menos propensos a tomar riesgos que la mujer media. Sin embargo, los hombres y las mujeres difieren más en algunos tipos de asunción de riesgos–por ejemplo, los hombres son más propensos a realizar juegos de riesgo que impliquen habilidades físicas, d = 0,43. Aunque no se incluyó en el meta-análisis de Byrnes et al., las mujeres eran ligeramente más propensas que los hombres a realizar acciones de riesgo como el rescate de judíos en el holocausto o la donación de riñones en vida (Becker & Eagly, 2004)» (ibid., p. 92-93). Las diferencias entre mujeres y hombres sobre la toma de riesgos solo es apreciable, y hasta muy desproporcionada, entre más peligrosas sean las situaciones o demandando mayor fuerza física. Esto es tan notable, señalamos, como la obvia ausencia de hombres respecto a los partos o los orgasmos múltiples.

Es decir, primero: hay un fuerte sesgo hacia sobrestimar y enfatizar las diferencias sexuales en los estereotipos de género/sexo, en paralelo a una ceguera social sobre las similitudes. Y segundo: es claro que las obvias diferencias sexuales auténticamente innatas, como las diferencias reproductivas y músculo-esqueléticas (siendo esto último, cabe aclarar, a veces relativo: p. ej. las mujeres fisicoculturistas que son más fuertes que hombres), como principios esencialistas, moldean el resto de estereotipos de carácter social y psicológico que consisten sistemáticamente en subvalorar a la mujer, y presuponerla un actor social pasivo. Este paisaje de diferencias y similitudes variables y cambiantes según el contexto, en lugar de evidenciar patrones conductuales rígidos y universales desde que presuntamente surgieron en nuestros antepasados evolutivos, muestra que mujeres y hombres regulan su comportamiento dinámicamente, a través de procesos sociales, psicológicos y biológicos, de acuerdo a las normas y los estereotipos de género/sexo, que a su vez varían entre culturas y a lo largo de la historia, tal como predice la teoría del construccionismo biosocial, siendo la prueba más clara de este modelo (ibid., p. 92-94). En efecto, en los últimos 50 años, «a nivel mundial, a medida que aumentaba el empleo remunerado de las mujeres, las normas tradicionales de género y el respaldo a la desigualdad de género se erosionaban», junto con el aumento de rasgos psicológicos estereotípicamente atribuidos a hombres como asertividad y dominio. En comparación, estos rasgos poco han cambiado entre hombres, a la vez que «la diferencia de sexo a favor de los hombres disminuyó con el tiempo». Criminológicamente, incluso, hay «una reducción de las brechas de género en los delitos violentos en EE.UU. a pesar de que las tasas se han mantenido considerablemente más altas en hombres que en mujeres». Sexualmente, en consonancia con el modelo socioeconómico capitalista, «los hombres prefieren cada vez más a mujeres con atributos de buenas perspectivas financieras, educación e inteligencia, y cada vez prefieren menos habilidades de buena cocinera y ama de casa, mientras que las mujeres desean cada vez más hombres con buena apariencia y cada vez menos desean buenas perspectivas financieras, ambición y laboriosidad» (ibid., p. 94-95).

Los meta-análisis también indican que entre hombres ha disminuido la emergencia del liderazgo, la toma de riesgos, su asertividad, y su conformismo social, mientras que las mujeres abrazan más el liderazgo, el prestigio, y el desafío, y muestran más rasgos de persuasión, gestión, e influencia. Al menos en EE.UU., el rendimiento matemático de las niñas aumentó significativamente en las últimas décadas. Entre tanto, «en contraste con la considerable evidencia de que las diferencias de sexo están disminuyendo en la mayoría de los atributos masculinos, las diferencias de sexo no están cambiando en los atributos femeninos». Los hombres siguen estando ausentes en las labores domésticas, de cuidado y enseñanza infantil, y las mujeres continúan superando a los hombres en rasgos psicológicos comunales, y en el mayor apoyo a «los valores sociales que promueven el bienestar de los demás (...) Dado el cambio limitado en los roles de los hombres y el predominio continuo de las mujeres en las actividades comunales, no es de extrañar que las mujeres sigan poseyendo más atributos comunales que los hombres». Interesantemente, hay evidencia de que «la agencia atribuida a las mujeres aumentó a medida que las participantes estimaban sus rasgos para años pasados, presentes o futuros (Diekman & Eagly 2000). La comunión de los hombres aumentó solo cuando los participantes imaginaron una sociedad completamente sin roles separados por sexos» (ibid., p. 95-96). Observamos nosotros que, por lo visto, las mujeres mismas impulsan los cambios en el estereotipo femenino que proyectan favorecerán cada vez más a las mujeres. Los hombres, simplemente esperarán que el mundo ya no tenga desigualdad, mientras se oponen al empoderamiento femenino y al feminismo.

Finalmente, Wendy Wood y Alice Eagly abordan la evidencia transcultural, aparentemente paradójica e inconsistente con la teoría del rol social, que muestra una mayor diferencia sexual en países con más igualdad de género. Para las autoras, estos hallazgos pueden deberse a problemas metodológicos, como el recojo de autocalificaciones subjetivas, que en países con desigualdad de género probablemente oculten las desigualdades reales, ya que las personas se autocalificarán solo como típicamente diferentes. Por otro lado, la paradoja desaparece al analizar más detenidamente las sociedades igualitarias. Las autoras argumentan: «las diferencias entre los sexos se mantienen porque ninguna nación ha alcanzado la igualdad entre los sexos, como demuestran índices como los salarios, el poder y el liderazgo, la ocupación de roles ocupacionales de alto estatus y la división del trabajo doméstico. En cambio, los roles que suelen desempeñar las mujeres y los hombres en las sociedades del mundo reflejan las estructuras patriarcales en mayor o menor grado. En concreto, en el promedio de las naciones, el 78% de los hombres, pero sólo el 52% de las mujeres, están empleados en la fuerza de trabajo (International Labour Office 2010, Tabla 2d), y ninguna sociedad contemporánea ha logrado la igualdad de género en la división del trabajo doméstico y del mercado (World Bank 2012). Como empleadas, las mujeres ganan menos que los hombres (Hausmann et al. 2011). Además, las mujeres están infrarrepresentadas en la política, ocupando una media del 20% de los escaños parlamentarios (Interparlamentary Union 2011). Las mujeres también se encargan mucho más del cuidado de los niños y de las tareas domésticas que los hombres, según las encuestas sobre el uso del tiempo (World Bank 2012)» (ibid., p. 98-100).

Acordando con las conclusiones de Wood & Eagly (2012):
«Aunque las creencias sobre los roles de género generalmente estabilizan la división del trabajo, otras fuerzas sociales pueden promover cambios en los roles de hombres y mujeres. Cuando los roles existentes de mujeres y hombres en una sociedad se vuelven menos alineados con los cambios socioeconómicos fundamentales, pueden surgir movimientos sociales feministas para disminuir la segregación sexual de los roles sociales y elevar el estatus de las mujeres (Eagly 2004). Incluso en la era posfeminista actual en las sociedades industrializadas contemporáneas, una parte de las personas ha mantenido su compromiso de promover el progreso hacia el igualitarismo de género (Ridgeway 2011). Las mujeres, en particular, aceptan menos que los hombres las jerarquías sociales que subordinan a las mujeres, y la brecha de género en estas actitudes es mayor en sociedades con mayor igualdad de género (Lee, Pratto & Johnson 2011). Tales hallazgos sugieren que las mujeres pueden ser especialmente propensas a abogar por un cambio social que promueva la igualdad de género y la igualdad de oportunidades. De hecho, las mujeres en las legislaturas son más propensas que sus colegas masculinos a abogar por cambios que promuevan los intereses de las mujeres, los niños y las familias y que apoyen el bienestar público en áreas como la atención de la salud y la educación (para revisiones, ver Paxton, Kunovich & Hughes 2007; Wängnerud 2009). Si bien las mujeres no son un bloque político monolítico, estas tendencias en general trascienden los partidos políticos y las naciones» (ibid., p. 101-102).
Y ya que en las sociedades industriales hay una percepción universalista de las personas, «a través de estas múltiples influencias, es probable que los roles sociales de mujeres y hombres se integren aún más» (ibid., p. 101-102).

6. ANOTACIONES FINALES: ESENCIALISMO DE GÉNERO, OBJETIVACIÓN DE LA MUJER, SESGO IDEOLÓGICO.

6.1. ESENCIALISMO DE GÉNERO.
«Un factor que fomenta la aceptación de la psicología evolucionista puede ser la disposición cultural contemporánea a su razonamiento esencialista sobre las diferencias sexuales, dadas las amenazas a la estabilidad de los roles de género tradicionales que surgieron en la década de 1970 y el posterior aumento de la reacción contra estos cambios» (Eagly & Wood 2013 p. 552).
«La propia categorización del sexo implica necesariamente creencias sobre la biología y la naturaleza. Así, la investigación sobre 40 categorías sociales demostró que las agrupaciones femenino-masculino fueron juzgadas como las más naturales, necesarias, inmutables, discretas y estables, lo que hace que el sexo sea la más extrema de las categorías humanas de tipo natural (Haslam, Rothschild & Ernst 2000). Sin embargo, estos juicios sólo indican que la clasificación por sexos se considera un resultado natural e inevitable del sexo a partir de los cromosomas sexuales» (Wood & Eagly 2012 p. 72). 
El esencialismo, la intuición involuntaria como la creencia deliberada de que ciertos rasgos fijos e inamovibles definen a grupos enteros de objetos, sobre todo si son seres vivos y personas, es un sesgo que está bien establecido psicológicamente, y la evidencia empírica indica que el gen es un concepto muy propicio para activar la intuición de una «esencia» respecto a la raza, el género, la orientación sexual o las enfermedades mentales (Dar-Nimrod & Heine 2012). En esto, el esencialismo de género es la atribución de cualidades rígidas a las mujeres y los hombres, y se ha mostrado que, a más explicación de las diferencias de género por causas genéticas, más sexismo (Keller 2005), y que si se cree que «los hombres están diseñados para dominar» se respaldará la dominación masculina hasta el punto de impedir las acciones para revertirla (Glick & Whitehead 2010 pp. 177-178). En un manuscrito no publicado, el psicólogo Dar-Nimrod et al. reporta estudios donde los hombres expuestos a explicaciones genético-evolutivas de las estrategias masculinas de selección sexual de pareja, la violación sexual, y la promiscuidad masculina, fueron más tolerantes, respectivamente, hacia la delincuencia sexual, la violación sexual, y la prostitución (Dar-Nimrod & Heine 2012 p. 14).

Aquí anotamos algo importante: en el marco teórico de la ciencia cognitiva, hoy sabemos que el razonamiento y el análisis lógico no solo no están fuera de la influencia de la socialización, los patrones de creencias, los sesgos, y las propias emociones, sino que todo esto puede incluso dirigir, sin que seamos conscientes de ello, el ejercicio del raciocinio. Véase como referencias los libros El Error de Descartes (Damásio 1994), Simple heuristics that make us smart (Gigerenzer & Todd 1999), y Pensar rápido, pensar despacio (Kahneman 2011), para un recorrido sobre importantes descubrimientos e investigaciones (que incluso llegan a confrontarse como entre Gigerenzer y Kahneman) que nos muestran un enjambre de atajos del pensamiento, sesgos e intuiciones automáticas que anteceden y preforman los juicios racionales. El razonamiento científico, por supuesto, es afectado por ellos, tal como vemos serios sesgos de género en la investigación evolucionista.

6.2. OBJETIVACIÓN DE LA MUJER.

El sexismo y el androcentrismo en la psicología evolucionista pueden ser caracterizados por las 10 propiedades de la objetivación de la mujer, siguiendo a las filósofas Martha Nussbaum (1995 p. 257) y Rae Langton (2009 p. 228-229), a las que adosamos, a nuestro juicio, paralelos con lo que hemos analizado en la psicología evolucionista:

1. Instrumentalidad: tratar el objeto como una herramienta para los propósitos de otro: «El objetivador trata al objeto como una herramienta para sus propósitos».
Cuando el papel evolutivo de la mujer se presenta para el interés (sexual) masculino.

2. Negación de la autonomía: tratar el objeto como carente de autonomía o autodeterminación: «El objetivador trata al objeto como carente de autonomía y autodeterminación».
Bajo el interés (sexual) masculino, la evolución de la sexualidad femenina resulta enteramente dependiente de ello. La fluidez sexual femenina contradice esta suposición.

3. Inerte: tratar el objeto como carente de agencia o actividad: «El objetivador trata el objeto como carente de agencia, y quizás también de actividad».
Si es «natural» la pasividad femenina, en el sentido de una esencia evolutiva e innata (lo que cognitivamente se entiende como inmutable), el estereotipo femenino es pues natural y esencialmente un asunto de pasividad que intrínsecamente se opone a, y carece de, la esencial agencia masculina.

4. Fungibilidad: trata el objeto como intercambiable con otros objetos: «El objetivador trata el objeto como intercambiable (a) con otros objetos del mismo tipo, y /o (b) con objetos de otros tipos».
De hecho, en el mito del hombre-cazador, y como Darwin mismo lo puso («la práctica de capturar esposas»), las mujeres han sido ancestrales recompensas o mercancías sexuales. Aunque esto sí sea probable desde la revolución agrícola y el patriarcado, estamos ante un producto cultural de la construcción social de la coerción sexual de la mujer, no una herencia biológica de tal conducta.

5. Violabilidad: tratar el objeto como carente de integridad de límite y violable: «El objetivador trata el objeto como carente de integridad de límite, como algo que está permitido romper, romper, romper».
La institucionalización patriarcal de la coerción sexual sobre la mujer incluye un repertorio de conductas violentas normalizadas históricamente, de lo que un ejemplo clásico es la legitimación ‘divina’ de la violación sexual en la sociedad hebrea bíblica. La violencia psicológica, física, y sexual, como ejercicio de poder del hombre sobre la mujer, están muy bien documentadas en todos los contextos y situaciones de ‘bandas de machos’ (p. ej. guerras, terroristas, pandillas, mafias, cárteles). Un ejemplo de más que dudosa explicación evolucionista aquí es la que exclusivamente enfatiza la reproducción, tal como hacen Perilloux, Duntley & Buss (2012 p. 1099-1100), básicamente: el violador ataca a la mujer para que otros hombres no accedan a ella y/o no puedan embarazarla... mientras la mujer es un actor sin agencia y pasivo que se limita a elegir pareja, lo cual es empíricamente inconsistente. Incluso estos autores afirman que su argumento es compatible con la teoría feminista, lo cual es, además, inaudito. Esta publicación de psicología evolucionista sobre la violación no menciona en absoluto ningún factor social, cultural, o situacional, influyendo en las motivaciones del violador. No obstante, y «dado que la violación implica un comportamiento sexual, durante mucho tiempo se creyó que estaba motivada principalmente por el impulso sexual; impulso sexual desviado, pero impulso sexual al fin y al cabo. Esta confusión del contexto con la motivación fue aclarada principalmente por el trabajo de Nicholas Groth, quien publicó una tipología de violadores en la década de 1970», y que ha recibido apoyo empírico desde entonces, donde el poder y la rabia contra las mujeres se han identificado como «los motivadores primarios de la violación» (Lisak 2008 p. 3-5). Con toda seguridad, el asunto de la violación sexual (humana) es el problema que más opone a la teoría feminista y las ciencias sociales con la psicología evolucionista y los biólogos. Volveremos luego a este asunto.

6. Propiedad: trata el objeto como si fuera propiedad, comprado o vendido: «El objetivador trata el objeto como algo que es propiedad de otro, puede comprarse o venderse, etc.»
Nuevamente: esto es una normalización social del patriarcado neolítico, que no es universal ni invariable, sino que cambia con las culturas y la historia–por lo tanto, no es el resultado de la evolución biológica.

7. Negación de la subjetividad: tratar el objeto como si no hubiera necesidad de preocuparse por sus experiencias o sentimientos: «El objetivador trata al objeto como algo cuya experiencia y sentimientos (si los hay) no necesitan tenerse en cuenta».
En este punto ya es altamente dudosa la sola especulación biologicista como enfoque, puesto que el pensamiento misógino es suficientemente explicado como un proceso sociohistórico reciente (p. ej. la narrativa judeocristiana del castigo de Eva y la negación del placer sexual, la discriminación institucional de la mujer en la Edad Contemporánea, la cuasi censura sobre la sexualidad femenina en la medicina, el énfasis evolucionista puesto en la mujer como atractor sexual del hombre sin enfocar las facultades intelectuales femeninas, el rechazo del feminismo, etc.)

8. Reducción al cuerpo: el tratamiento de una persona identificada con su cuerpo o partes del cuerpo.
Del artículo de Perilloux, Duntley & Buss (2012 p. 1099-1100), se entiende que, si la violación sexual humana se reduce a una estrategia reproductiva del macho para impedir el apareamiento de otros machos con la hembra, la mujer humana es a lo mucho un cuerpo que porta una vagina y un útero por los que se disputan los hombres.

9. Reducción a la apariencia: el tratamiento de una persona principalmente en términos de cómo se ven, o cómo aparecen a los sentidos.
Recordemos la afirmación del psicólogo evolucionista David Buss: «la apariencia de una mujer es más significativa que su inteligencia, su nivel de educación, o incluso su condición socioeconómica original para determinar la pareja con la que se casará» (Buss 1994 p. 249).

10. Silenciar: el tratamiento de una persona como si estuvieran en silencio, sin capacidad para hablar.
Psicólogos evolucionistas como David Buss, o Matthew Rossano, quien recordemos afirma que las mujeres han evolucionado para ser «“recatadas”, “inhibidas”, “tímidas”, “modestas” y “sexualmente ingenuas”» (sin ningún sustento empírico), divulgan conceptos que, por ejemplo, pueden alinearse entre el público con la narrativa cristiana de que «la mujer aprenda en silencio, con toda sujeción».

6.3. SESGO IDEOLÓGICO Y LA CONTROVERSIA SOBRE LA VIOLACIÓN SEXUAL: ¿DE QUIÉN ES EL SESGO?

Ante todo lo mostrado, el ancestral macho-cazador-promiscuo no puede haber engendrado hombres modernos con una ‘herencia biológica’ para la violación sexual. Las fuertes evidencias sobre la influencia sociocultural y situacional en los motivos del violador, tanto en perspectiva histórico-evolutiva (p. ej. el surgimiento del patriarcado, la problemática transición a la agricultura y el estado), como atendiendo la historia de vida del individuo (p. ej. el maltrato infantil, las circunstancias de agresión masculina colectiva), socavan la presunción de una predisposición innata para la depredación sexual masculina. Lo que sigue es un resumen de un artículo de la psicóloga experimental Cordelia Fine sobre un aparente sesgo ideológico en la psicología social, que intercalaremos con un artículo de la filósofa evolucionista Griet Vandermassen sobre la violación sexual (aunque tenemos algunos desacuerdos con ella), que es el tema más espinoso y que da motivo a la mayor oposición entre el feminismo y la psicología evolucionista. Este es un tema de primera importancia que debe debatirse en cuanto a su investigación científica y el impacto de ésta en la sociedad y la lucha contra la violación sexual, en lugar de eludir el debate, y creemos que esto ilumina la ubicación del sesgo ideológico en el evolucionismo biologicista.

Cordelia Fine responde a una crítica que elaboran los psicólogos evolucionistas David Buss y William von Hippel, a un supuesto sesgo en la Psicología Social: «los psicólogos sociales están políticamente fuertemente sesgados hacia la izquierda. Además, sugirieron que esta inclinación lleva a los psicólogos sociales a adoptar una visión de pizarra en blanco de la naturaleza humana» [N. del T.: tabla rasa–todo es aprendido, nada es innato, y por tanto la evolución biológica ni los genes tienen nada que ver con la conducta] (Fine 2020 p. 6). Buss & von Hippel alegan la existencia de sesgos (izquierdistas, feministas–considerando el igualitarismo otro sesgo) que hacen que los psicólogos sociales rechacen la psicología evolucionista y la adaptación evolutiva de las conductas. No obstante, siguiendo a Fine veremos que esto no es cierto. Ella nos dice: «los autores comienzan su caso presentando resultados seleccionados de una encuesta de 350 psicólogos sociales experimentales». «Sus hallazgos generales confirman una marcada orientación política hacia la izquierda. Sin embargo, esto por sí solo no proporciona información sobre la resistencia a puntos de vista científicos particulares; de hecho, como señalaron los autores, los estudiantes de posgrado adaptacionistas también se inclinan fuertemente hacia la izquierda (Tybur, Miller & Gangestad 2007)». Notablemente, la propia encuesta que presentan Buss & von Hippel, afirma Fine: «proporcionó evidencia de que los psicólogos sociales no tienen una visión de pizarra en blanco», y que, «la mayoría de los psicólogos sociales encuestados informaron que es muy probable que los principios darwinianos se apliquen a los humanos y su comportamiento» (ibid., p. 6).

«Buss & von Hippel (2018) se ocupan a continuación de los denominados temas “candentes” que dan lugar a un “malestar potencial con la psicología evolucionista, al preguntar sobre el lado oscuro de la naturaleza humana y las diferencias inherentes entre las personas” (p. 150). Sin embargo, en contra de la hipotética resistencia a tales ideas, la mayoría de sus participantes consideraba más probable que exista una tendencia genética humana hacia la agresión y la violencia en determinadas situaciones. La mitad de los encuestados consideraba probable, hasta cierto punto, que existan estándares universales de atractivo. Además, entre el 22% y el 68% de los participantes pensaban que era probable que las perspectivas fuertemente “naturalistas” sobre las diferencias de sexo fueran ciertas». Y es que, como ilustra Fine, «uno puede creer en predisposiciones evolucionadas para encontrar atractivos ciertos tipos de características físicas sin pensar que existe una “apariencia ideal” única y universal para hombres y mujeres». Y además, «dadas las declaraciones de los autores sobre la noción de que la psicología evolucionista “abarca roles centrales para los entornos y situaciones” (Buss & von Hippel p. 154), y “concede un papel fundamental a los insumos sociales y culturales tanto durante el desarrollo de mecanismos psicológicos durante la ontogenia, y en la activación del mecanismo en su contexto sociocultural actual” (Lewis, Al-Shawaf, Conroy-Beam, Asao & Buss, 2017 p. 366), no está claro cuántos psicólogos evolucionistas considerarían que estas declaraciones probablemente sean ciertas» (ibid., p. 6). Anotamos nosotros que estas dos afirmaciones de David Buss citadas por Cordelia Fine, son contradictorias y deshonestas: hemos referido líneas atrás, en el punto 6.2. OBJETIVACIÓN DE LA MUJER, un artículo donde Buss ‘explica’ desde la psicología evolucionista la violación sexual de las mujeres, sin considerar ningún «contexto sociocultural actual» como influencia en los motivos de los violadores (Perilloux, Duntley & Buss 2012). Ampliamos, a modo de paréntesis necesario, la controversia respecto a la violación sexual.

En 1979 se publicó el primer artículo científico en aplicar la teoría evolucionista a la violación sexual humana. El psicólogo Richard Hagen, primer autor del documento, rechazó el punto de vista feminista como «tonto» (Vandermassen 2011 p. 733). La presunción evolucionista aquí, como sabemos, es que la violación es una adaptación evolutiva del macho para forzar la reproducción, lo que a su vez se basa en la ‘teoría de la inversión parental’ del biólogo Robert Trivers (1972) (recordemos: en otros animales la hembra invierte más recursos y energía en la descendencia, mientras el macho se limita a aparearse, y esto es aplicado en humanos, a pesar de ser empíricamente inconsistente). Donald Symons, antropólogo conocido por estar entre los propios fundadores de la psicología evolucionista, tuvo sus reservas: «en su seminal libro The Evolution of Human Sexuality (1979), sostenía que los datos disponibles no eran “ni de lejos suficientes para justificar la conclusión de que la violación en sí misma es una adaptación facultativa en el varón humano” (p. 284)». Así, nuevos autores durante los años 80s acoplaron la impulsividad de dominio (rabia, coerción) al servicio de la impulsividad sexual. Sin embargo, nos dice Griet Vandermassen, «no está claro qué aporta este impulso postulado de posesión y control al análisis de la violación específicamente, ya que se supone que motiva todo el comportamiento sexual. El hecho de que los hombres y las mujeres sean a menudo extremadamente posesivos entre sí parece, además, una prueba poco convincente de ese impulso en los seres humanos» (ibid., p. 734). Continúa Vandermassen: «en 1991, el antropólogo Craig Palmer examinó críticamente las explicaciones adaptativas presentadas por Shields & Shields (1983) y Thornhill & Thornhill (1983). Llegó a la conclusión, como había hecho Symons en 1979, de que no había pruebas suficientes para apoyar la visión de la violación como adaptación en los seres humanos. Palmer y R. Thornhill finalmente unirían fuerzas, explorando sus respectivas hipótesis (no adaptativa versus adaptativa) en un libro que retrasaría en años la relación entre el feminismo y la psicología evolucionista: A Natural History of Rape: Biological Bases of Sexual Coercion (2000)» (ibid., p. 735).

Este libro, precisa Vandermassen: «creó una tormenta de controversia, en parte debido a la crítica implacable y adversa de sus autores a los argumentos feministas y de las ciencias sociales sobre la agresión sexual (...) hace muchas afirmaciones provocativas sobre la aparente inutilidad de la investigación feminista y científico-social, como la afirmación de que (...) “la elección entre las respuestas de la explicación de las ciencias sociales y las respuestas evolucionistamente informadas proporcionadas en este libro es esencialmente una elección entre ideología y conocimiento” (Thornhill & Palmer 2000, p. 188)», o, «lo que llaman literatura “en gran medida política más que científica” producida por el feminismo y las ciencias sociales (Thornhill & Palmer 2000, p. xiii)» (ibid., p. 735). 

Las críticas agresivas y el rechazo total no se hicieron esperar. Entre tanto, observa Vandermassen:
«Thornhill & Palmer insisten, con razón, en que “ningún aspecto de la vida puede entenderse completamente hasta que se conozcan plenamente tanto su causa próxima como su causa última” (2000, p. 5). Sin embargo, hay pocos indicios de que estén abiertos a un papel más que accidental de los motivos no sexuales en la causalidad de la violación. Admiten que un violador individual también puede estar motivado por deseos no sexuales, pero no se comprometen seriamente con las teorías que proponen que podría haber algo más en la agresión sexual que simplemente una sexualidad masculina evolucionada que interactúa con aspectos específicos del entorno». «La exasperación de los autores con el punto de vista del “no sexo” parece hacer que ni siquiera estén dispuestos a considerar la posibilidad de que las feministas y los científicos sociales puedan tener algo de razón. Cualquier posibilidad de integrar las perspectivas se descarta de antemano: “en contraste directo con la explicación de las ciencias sociales sobre la violación, la implicación más clara de la teoría evolucionista es que la motivación de la violación es el resultado de las diferencias entre la sexualidad masculina y femenina” (Thornhill y Palmer 2000, p. 171)» (ibid., p. 736).
Vandermassen señala la siguiente incongruencia de Thornhill:
«Que no hay necesidad teórica de adoptar una posición tan extrema lo demuestra un trabajo anterior del propio R. Thornhill. En un trabajo de 1992, del que es coautor N. W. Thornhill, los autores admiten sin problemas la importancia del aprendizaje y la socialización como factores causales de la violación. Califican de “errónea” la “opinión de que las perspectivas adaptacionista y sociocultural se excluyen mutuamente” (Thornhill & Thornhill 1992b, p. 404). Además, en aquel tiempo, R. Thornhill no consideraba que la hipótesis de la violación fuera un mero subproducto de las adaptaciones sexuales. Mientras que ambos Thornhill mismos defienden una hipótesis adaptativa, hipotetizan que, alternativamente, la violación podría ser un subproducto de dos tipos de adaptaciones: adaptaciones psicológicas sexuales no coercitivas junto con adaptaciones psicológicas coercitivas no sexuales (Thornhill & Thornhill 1992a,b). En A Natural History of Rape, ya no se encuentra la noción de compatibilidad con las perspectivas socioculturales, ni la sugerencia de que las adaptaciones no sexuales también son necesarias para explicar la violación. Distal como proximalmente, la violación se reduce a las diferencias en la sexualidad: “las causas últimas de la violación humana se encuentran claramente en la evolución de la sexualidad masculina y femenina” (p. 84) y “las causas próximas de la violación humana se encuentran en las diferentes adaptaciones de sexualidad masculina y femenina que se formaron por selección en la historia evolutiva humana” (p. 84)» (ibid., p. 736).
Nosotros preguntamos: ¿por qué cambió Thornhill de argumento para rechazar por completo los factores socioculturales y no sexuales? Presupuestos teóricos como las diferencias sexuales innatas, y la pasividad femenina psicológica y evolutiva, quedan en entredicho o bien son refutados por evidencia contradictoria y nuevos modelos teóricos críticos dentro del mismo evolucionismo, por lo que resulta sospechoso de sesgo antifeminista que Thornhill & Palmer optaran por una perspectiva insostenible. Ahora bien, Thornhill & Palmer se oponen de tal manera a otros causales no sexuales en la violación, que menosprecian la ampliamente documentada vinculación de la hostilidad con la violación sexual en el contexto de la guerra. Tal como lo dice Vandermassen:
«Sin embargo, la violación en la guerra se asocia a veces con la violencia sádica y el asesinato. Durante la “Violación de Nankín”, muchas de las 20.000 víctimas de violación fueron asesinadas y mutiladas después del acto (Brownmiller 1975). En la guerra civil de Ruanda, las mujeres violadas solían ser mutiladas sexualmente y a veces asesinadas posteriormente (Oosterveld 1998). En la guerra de la antigua Yugoslavia, la violación de mujeres bosnias por parte de hombres serbios a veces conllevaba el asesinato de las víctimas, y las violaciones y los asesinatos a menudo implicaban fuertes palizas y torturas (Niarchos 1995). Estos son sólo algunos ejemplos de una larga lista. El sadismo podría ser una característica específica de la guerra moderna: en las sociedades preestatales, la guerra suele conllevar la captura de mujeres fértiles como esposas o concubinas, y las mujeres no suelen sufrir ningún otro daño (Keeley 1996) (...) El antropólogo evolucionista Michael Ghiglieri (1999) también aborda la violación en tiempos de guerra, en el contexto de una reflexión más amplia sobre las teorías feministas de la agresión sexual. Su rechazo rotundo de las perspectivas feministas (“los hombres violan mujeres por el sexo y no porque odien o deseen dominar a las mujeres”, p. 95) y la falta de delicadeza con la que habla de la violación en la guerra (que “ofrece a los jóvenes su mejor oportunidad de sexo”, p. 92) no son probablemente el tipo de enfoque que ayude a avanzar en el debate. El psicólogo evolucionista Steven Pinker (2002), al defender el libro A Natural History of Rape, al menos da crédito a las feministas por poner en el centro del escenario las cuestiones de la coerción y el consentimiento. Pero, ésta es la única contribución que Pinker considera que las feministas han hecho en la lucha contra la violación» (ibid., p. 737).
Griet Vandermassen continua con su análisis crítico contrastando argumentos evolucionistas, relativamente menos biologicistas, con el libro de Thornhill & Palmer (2000):
«de hecho, la ira como motivación para la violación sólo se menciona una vez en A Natural History of Rape; la hostilidad hacia las mujeres, tres veces. Ambos términos sólo aparecen en el contexto de las declaraciones feministas sobre su papel principal en la causalidad de la violación, y la única reacción de Thornhill & Palmer es hacer pedazos estas declaraciones. El impulso de dominación corre la misma suerte: ninguno de los tres motivos figura en ningún sentido serio en A Natural History of Rape (...) Para poder tratar con tanta ligereza cualquier papel importante de los motivos de ira, hostilidad y dominación, Thornhill & Palmer tienen que ignorar, descartar o distorsionar las investigaciones existentes que demuestran su contribución a la violación» (ibid., p. 741). 
Y en este punto, ciertamente discrepamos con Vandermassen: a pesar de la crítica que hace y reproducimos, buscando acercar la psicología evolucionista y el feminismo, ella apoya el argumento de que, si no es la reproducción por sí misma el motivo evolutivo del violador, entonces lo es una predisposición «de un impulso masculino evolucionado para controlar sexualmente a las mujeres» (ibid., p. 738). En el marco teórico evolucionista biocultural descrito a lo largo de nuestro artículo, el patriarcado es precisamente la construcción de una estructura social de coerción sexual sobre la mujer, como producto cultural del largo y penoso asentamiento de la agricultura (con su profundo impacto de precariedad de la vida humana y mortandad). Además, tenemos: la evidencia fósil que indica una disminución del dimorfismo sexual en la hominización, las simulaciones que descartan el dominio masculino para que ocurra la acumulación cultural, la relevancia que cobra para este proceso la crianza compartida y una infancia progresivamente más larga, la participación de la mujer en la cacería prehistórica, el predominante igualitarismo en los modernos cazadores-recolectores, y el propio ‘igualitarismo’ de los bonobos (con quienes tenemos el mismo parentesco que con los ‘psicópatas’ chimpancés). Bajo este despliegue argumental, no tiene sentido suponer el patriarcado (que no es sino la dominación masculina sobre la mujer, con eje central en su coerción sexual y reproductiva) como una predisposición biológica evolutiva e innata. Excepto que se trate de un sesgo de género, que ni siquiera pueden eludir autoras como Griet Vandermassen o la primatóloga y psicóloga Barbara Smuts (en quien se basa la primera en su artículo), aun con perspectiva feminista.

Ahora, volviendo a la respuesta de Cordelia Fine a Buss & von Hippel, el caso expuesto de A Natural History of Rape de Thornhill & Palmer (2000) es un poderoso ejemplo de evidente sesgo de género, e ideológico por antifeminista, en el pensamiento evolucionista. Esto socava aún más la acusación de Buss & von Hippel de sesgo en la psicología social, hasta parecer tal acusación un auténtico sesgo ideológico contra la psicología social, contra la teoría feminista, y contra la necesidad de debate de los temas «candentes» según sus palabras, y que afirman incomodan a los psicólogos sociales. Y es que, como Cordelia Fine muestra usando los propios datos ofrecidos por Buss & von Hippel (2018), «la mayoría de los psicólogos sociales no informaron de tal incomodidad con estos temas candentes. En todos los casos, la respuesta modal a la pregunta: “En conjunto, ¿sería malo o bueno que esta conclusión fuera cierta?” fue de neutralidad». Fine señala en este punto que, «en la mayoría de los casos una minoría considerable calificó las consecuencias como negativas. Sin embargo, es posible, por supuesto, que se observen patrones similares entre los psicólogos evolucionistas» (Fine 2020 p. 6-7). Nosotros agregamos que, en efecto, no todos los psicólogos evolucionistas ni biólogos están de acuerdo con A Natural History of Rape de Thornhill & Palmer (2000). Ya vimos que Steven Pinker concede importancia al feminismo, aunque limitadamente, mientras que al reconocido biólogo Jerry Coyne le bastan «solo tres ejemplos de los argumentos defectuosos del libro. La evidencia de que la violación es una adaptación específica es débil en el mejor de los casos». Sobre el primer ejemplo, Coyne dice:
«Thornhill & Palmer afirman mucho que las víctimas de violación tienden a estar en sus mejores años reproductivos, lo que sugiere que la reproducción es de hecho una parte central de la agenda del violador. Pero los datos que presentan contradicen esta afirmación. En un estudio de 1992 que intentó resolver el problema estadístico sustancial de violación no declarada, el 29% de las víctimas de violación de los Estados Unidos estaban bajo la edad de 11 (...) Los autores están tan comprometidos con su hipótesis de adaptación específica que tratan de explicar esta anomalía no adaptativa señalando que los datos no indican la “proporción de víctimas menores de 11 años que exhibían rasgos sexuales secundarios”. Además, “la edad cada vez más temprana de la menarquia en las mujeres occidentales contribuye a un mayor atractivo sexual de algunas mujeres menores de 12 años”. Al final, la desesperanza de este alegato especial simplemente llama la atención sobre el fracaso de los datos para respaldar la hipótesis de los autores» (Coyne & Berry 2000).
Es decir, ya que un importante porcentaje de víctimas son niñas, Thornhill & Palmer fuerzan una interpretación, que no existe en los datos pero que así pretenden hacer encajar con su hipótesis, de que estas niñas en realidad son mujeres en edad reproductiva. Acordamos con la sentencia de Coyne: «A Natural History of Rape es defensa, no ciencia». Por su parte, Thornhill & Palmer no han atendido esta refutación en su respuesta a las críticas (ver Thornhill & Palmer 2002). El biólogo y primatólogo Frans de Waal, aunque con una crítica menos técnica, apunta acertadamente a un asunto fundamental aquí: la prevención de la violación, lo que es, supuestamente, un tema importante en A Natural History of Rape (ver el Capítulo Uno en The New York Times). Pero como señala de Waal, la prevención que discuten Thornhill & Palmer se reduce a esto:
«advertir a las mujeres jóvenes de que vigilen su forma de vestir» (de Waal 2000).
Nuevamente, en lugar de esto reflejar por parte de Thornhill & Palmer (2000) la búsqueda de la «verdad» darwiniana (según sus palabras), mientras se quejan de que «durante 25 años, los intentos de prevenir la violación no sólo no se han basado en un enfoque evolutivo, sino que se han basado en explicaciones diseñadas para hacer declaraciones ideológicas en lugar de ser coherentes con el conocimiento científico del comportamiento humano» (citado del Capítulo Uno en The New York Times), parece que estamos simplemente ante un mito de la violación. De hecho, Thornhill & Palmer (2000) delatan un claro sesgo de cultura de la violación:
«la gente en todas partes entiende que el sexo es algo que las mujeres tienen y los hombres quieren» (Thornhill & Palmer 2000 p. 160, citados por la historiadora Diane Wolfthal 2001).
De acuerdo con las psicólogas Kimberly A. Lonsway y Louise F. Fitzgerald:
«los mitos de la violación fueron definidos por primera vez por Burt (1980) como “creencias prejuiciosas, estereotipadas o falsas sobre la violación, las víctimas y los violadores” (p. 217)» (Lonsway & Fitzgerald 1994 p. 134). 
En estos mitos, explican:
«algunas funciones parecen especialmente importantes, en particular la negación y trivialización de un delito que afecta a una proporción sustancial de la población femenina (Brownmiller 1975). Esta justificación se consigue trasladando la culpa del delito del violador a su víctima. Esto protege a los individuos, y a la sociedad, de enfrentarse a la realidad y al alcance de las agresiones sexuales. Por ejemplo, Burt (1991) sugirió que “los mitos de la violación son el mecanismo que la gente utiliza para justificar la exclusión de un incidente de agresión sexual de la categoría de violación 'real'... tales creencias niegan la realidad de muchas violaciones reales” (p. 27). Los mitos de la violación también se han descrito como un ejemplo del “fenómeno del mundo justo” (p. ej. Gilmartin-Zena 1987), la predisposición a creer que el mundo es un lugar justo donde las cosas buenas le suceden a la gente buena y las cosas malas sólo a quienes las merecen. Para proteger esta creencia, la gente suele buscar pruebas que sugieran que las víctimas instigaron o merecieron su desgracia (Lerner 1980). Los mitos de la violación funcionan así para explicar por qué las víctimas de la violación se merecían su destino (por ejemplo, se lo “buscaron” por su forma de vestir o su comportamiento), y para reafirmar la falsa sensación de seguridad de un individuo de que, de alguna manera, es inmune a la violación» (ibid. p. 136-137).
La analogía que Thornhill & Palmer (2000) establecen entre la violencia sexual de los hombres y la presunta promiscuidad sexual en moscas machos, es errónea (recordemos, tal presunción ha sido refutada por la bióloga Patricia Gowaty). Incluso la comparación con los sexualmente violentos macho-alfa chimpancés, y otros primates, tampoco es correcta: los machos bonobo no emplean la coacción sexual, mientras que, en un sorprendente caso documentado por el primatólogo Robert Sapolsky, los violentos machos babuinos pueden abandonar la agresión sexual bajo cambios culturales (Scientific American 2011). Lejos pues de ser un argumento científico, la simplista recomendación de Thornhill & Palmer (2000) contra la violación sexual humana enfocada en la ropa que usa la mujer (remitiéndonos irresponsablemente al estereotipo machista de que «el sexo es algo que las mujeres tienen y los hombres quieren»), cae de lleno en la categoría del vulgar mito de la violación de la culpación a la víctima por su vestimenta. ¿Realmente Thornhill & Palmer pensaban que esto aplica a las niñas menores de 11 años de sus datos?

No cabe duda que la crítica feminista y el debate son urgentes, en tanto «las evolucionistas feministas han criticado a varios psicólogos evolucionistas por perpetuar los estereotipos de género» (Liesen 2007), sobre todo en un asunto tan difícil como la violación. En esto, además, debe enfocarse críticamente el impacto social de los argumentos científicos, y sus implicancias éticas y morales. En sus ataques a las ciencias sociales y al feminismo, los psicólogos evolucionistas pierden los estándares de objetividad científica y caen en auto-refutaciones. Por ejemplo, Thornhill & Palmer dicen que eran «plenamente conscientes de que habría una reacción» a su libro, y que su postura (cuasi reaccionaria contra las ciencias sociales y el feminismo), fue porque «los argumentos endulzados que dejan la ficción como base de los intentos de prevenir la violación pueden ser diplomáticos pero no nos parecen éticos» (Thornhill & Palmer 2002 p. 23). A estas alturas de exposición de fallas metodológicas y teóricas, sesgos y estereotipos de género en la argumentación evolucionista, de lo que A Natural History of Rape (Thornhill & Palmer 2000) es seguramente un caso paradigmático de mala ciencia, ya no sorprende semejante declaración, luego de recomendar contra la violación que las chicas cuiden su ropa. Por su parte, Buss & von Hippel (2018), expuestos por Cordelia Fine, sufren de una similar falta de objetividad y ética al intentar polemizar con puntos de vista: «los hallazgos de Buss & von Hippel (2018) no proporcionan ninguna evidencia de que los psicólogos sociales tengan una visión de la naturaleza humana o de las diferencias grupales en blanco» (Fine 2020 p. 7). Lo que hacen Buss & von Hippel (2018), señala Fine, «ignora las normas académicas» para las acusaciones de sesgo político en un campo de investigación científica, que deben acompañarse de pruebas sólidas. «Buss & von Hippel, por el contrario, no se atuvieron a esta norma y pasaron por alto las pruebas contrarias a su hipótesis». «Lamentablemente, las acusaciones infundadas de sesgo político son familiares para quienes critican las explicaciones biológicas de las diferencias de sexo» (ibid., p. 8).

«Otra explicación, también familiar», dice Fine, «ofrecida por Buss & von Hippel (2018) para los puntos de vista científicos de los psicólogos sociales que difieren de los suyos es la falacia “es – debería ser”, a veces inexactamente conocida como la “falacia naturalista” o la creencia de que “[si] algo evolucionó en la naturaleza, debería existir” (von Hippel & Buss, 2017, p. 13)». Esto consiste en pensar «que si los hombres son promiscuos simplemente en virtud de su biología, si se trata de una tendencia natural, entonces la promiscuidad masculina debe ser buena, aceptable, o al menos moralmente menos objetable que la promiscuidad femenina» (ibid., p. 8). Esta falacia, Thornhill & Palmer (2002) también la atribuyeron a sus críticos. No obstante, aclara Fine: «observar que las afirmaciones o hechos científicos pueden tener implicaciones o consecuencias sociales no es confundir el “es” con el “debe”. Como señalaron Wilson, Dietrich & Clark (2003), la noción “de que los hechos del mundo no tienen relevancia para las conclusiones éticas ... es una afirmación absurda que ningún filósofo o cualquier otra persona razonable defendería o debería defender” (p. 671)» (ibid., p. 8). No todos los biólogos están pues en acuerdo con usar la ‘falacia naturalista’ por parte de los psicólogos evolucionistas. Para el prominente biólogo David Sloan Wilson, por ejemplo, esto se usa «para describir una forma errónea de pensar en las implicaciones éticas de los comportamientos evolucionados» (Wilson et al. 2003 p. 669). Esto porque, de acuerdo a los autores, si bien aparentemente «las conclusiones éticas no pueden derivarse ‘exclusivamente’ de premisas fácticas», «los sistemas morales requieren información sobre los hechos del mundo para llegar a conclusiones específicas sobre cómo deben comportarse las personas. En la medida en que la psicología evolucionista cambie nuestra comprensión de la naturaleza humana, sin duda tendrá implicaciones morales que requieren ser discutidas. Utilizar la falacia naturalista para evitar ese debate es ilógico e irresponsable» (ibid., p. 680).

David Sloan Wilson et al. citan a Thornhill & Palmer de su libro A Natural History of Rape, para mostrar un uso incorrecto de la falacia naturalista cuando especulan si la violación sexual pudiera ser una forma femenina de elección de pareja forzada, donde ‘se hacen las difíciles’ a costa del horror que sufrirán, para que solo los machos más machos las embaracen al violarlas y pasen sus genes, con lo que hay éxito reproductivo para la especie. Thornhill & Palmer, el primero biólogo y el segundo antropólogo, incluso se burlan de las feministas aquí por mucho que descarten su especulación, ya que dijeron:
«¿Implicaría que la violación era algo que las mujeres debían disfrutar y fomentar porque había aumentado el éxito reproductivo de las mujeres en las poblaciones ancestrales? ¿Implicaría que las feministas deberían celebrar la violación como una forma de poder femenino?».
Esto crea una ambigüedad ética señalan Wilson et al. (2003 p. 673-674): «está mal causar daño a otro (premisa ética) / está bien aumentar la aptitud de la descendencia (premisa ética)». En otras palabras, Thornhill & Palmer realmente están diciendo que la violación sexual es éticamente buena. Y, aunque Wilson et al. acuerdan con la evolución de la violación, tienen «numerosas críticas a las hipótesis específicas de Thornhill & Palmer (...) la falacia naturalista no puede utilizarse para evitar los debates éticos». Concluyen que:
«los psicólogos evolucionistas no han ayudado a su causa al cometer su propia falacia, al evitar el debate ético y al ignorar el propio tema de la moral. Al abordar estos problemas, creemos que el campo de la psicología evolucionista puede enriquecerse y gozar de una mayor aceptación en el futuro» (ibid., p. 680-681).
Otro popular promotor de la psicología evolucionista, Steven Pinker, en su libro The blank slate: The modern denial of human nature, nos informa Cordelia Fine:
«observó que “reconocer la falacia naturalista no significa que los hechos sobre la naturaleza humana sean irrelevantes para nuestras elecciones” (p. 164)», y que aun si las diferencias sexuales psicológicas son «inherentes», esto «no justifica la discriminación ni el ejercicio de normas proscriptivas de género, pero “tampoco [esas] diferencias carecen de consecuencias” (Pinker 2003, p. 351)» (Fine 2020 p. 8).
Algo que hemos señalado, y que nos recuerda Fine, es que «las afirmaciones científicas sobre el comportamiento social humano o los grupos tampoco son psicológicamente inertes. Por ejemplo, la aprobación y presentación de creencias esencialistas de género (es decir, que las diferencias entre mujeres y hombres son grandes, fijas y están profundamente arraigadas biológicamente) se asocia con actitudes y preferencias que apoyan el statu quo de género (por ejemplo, Kray, Howland, Russell, & Jackman 2017; Morton, Postmes, Haslam, & Hornsey 2009; Skewes, Fine, & Haslam 2018)». Y que «esto no refleja más un pensamiento falaz que las observaciones de que las conclusiones erróneas de un ensayo de un medicamento médico podrían tener consecuencias perjudiciales para los pacientes o la política sanitaria». «Por ejemplo, Rudman (2017) ofreció desafíos empíricos a cinco principios fundamentales de la teoría de la economía sexual (Baumeister & Twenge 2002), que conceptualiza el sexo como una mercancía que las mujeres intercambian por recursos masculinos, seguido de datos que sugieren que la exposición a esa teoría puede empujar las creencias y actitudes de las personas sobre las relaciones heterosexuales en direcciones más desconfiadas y adversas. Buss & von Hippel (2018) presentaron el artículo de Rudman (2017) como un ejemplo de rechazo de la evidencia por motivos políticos. (...) Buss & von Hippel no ofrecen ninguna explicación o detalle respecto a esta acusación, es imposible saber por qué la hicieron. Una posibilidad, sin embargo, podría ser la suposición errónea de que argumentar que las afirmaciones científicas tienen consecuencias sociales es cometer la falacia del es-debería/naturalista» (ibid., p. 8).

Por último, preguntamos, tomando las palabras de Cordelia Fine: ¿de qué hablan los autores evolucionistas cuando afirman que «los movimientos progresistas de justicia social asociados a la izquierda» llevarán al rechazo del evolucionismo, si, más bien, «las afirmaciones de las diferencias inherentes al sexo han sido una característica de cada ola del movimiento feminista (véase Cott 1989; McCammon 2001; Tavris 1992)»? De hecho, como apunta Fine, hay iniciativas feministas de negocios y liderazgo para mujeres que aplican los conceptos de «diferencias fundamentales y complementarias entre los sexos». «“Nacido así” es una frase clave en el impulso de los derechos LGB», y «la idea de que las personas transexuales “nacieron con el cerebro de un género en el cuerpo de otro” ha sido una narrativa central en el activismo por los derechos de las/los transexuales». Y por supuesto, dentro del feminismo hay enfrentamientos «sobre una esencia de género interna autodeclarada como criterio para ser mujer u hombre» (ibid., p. 9). Nosotros señalamos que es un error (usual entre conservadores y antifeministas), reducir los diferentes activismos feministas, gays o trans a una única postura antievolucionista o antibiológica; y creemos que esto revela la ubicación del sesgo ideológico claramente entre los evolucionistas mientras pierden objetividad y adoptan posturas irresponsables, antiéticas, e inmorales, al atacar las ciencias sociales y al feminismo. «Como señalaron Reiss y Sprenger (2017), muchos ejemplos de fracasos de la objetividad científica son “casos analizados por filósofas de la ciencia feministas que implican sesgos de género o raciales en las teorías biológicas (por ejemplo, Lloyd 2005; Okruhlik 1994)” (p. 20)» (ibid., p. 9).

Ya vemos que más que el feminismo académico o los psicólogos sociales tengan un problema con el evolucionismo, son los propios psicólogos evolucionistas y los biólogos quienes dañan sus campos de investigación, al plasmar sus sesgos machistas, a veces inaudita e irresponsablemente. Y si se objeta que nuestro artículo, en última instancia, también está «sesgado» hacia una ideología feminista, tomamos las palabras de los psicólogos Dar-Nimrod & Heine (2012 p. 14), que son nada más y nada menos que una consigna histórica y universal del feminismo:
«una sociedad no puede tolerar la violación, independientemente de sus causas subyacentes» 
7. CONCLUSIÓN GENERAL.

La lucha social feminista, tal cual, se asienta en la psicología evolucionista libre de una serie de sesgos: de género, sexista, androcéntrico, esencialista, y misógino. El feminismo académico ha venido a demostrar de manera sólida la presencia de estas anomalías (vamos a suponer inadvertidas) en el razonamiento evolucionista, y sobre esta base, a revisar críticamente los supuestos teóricos y la metodología empírica respecto a la evolución y la naturaleza humana. En este artículo intentamos reproducir lo que entendemos como una ‘revolución feminista’ en la intersección de las ciencias sociales, biológicas y médicas. Esperamos haber sido meticulosos al explorar diversas líneas de teorización y evidencia empírica, que creemos convergen en dibujar un retrato diferente y profundo de la evolución y la naturaleza humana, con un poder explicativo adecuado para la compleja realidad biocultural o biosocial de nuestra especie. Siendo difícil buscar dar forma argumentativa ideal a tantos asuntos, muchos envueltos en debate, y a veces bajo un grado inevitable de especulación (ya que buena parte del objeto de estudio está en el pasado distante, y los fósiles lamentablemente dicen poco o nada sobre la conducta), nuestra conclusión se sienta en el siguiente edificio argumental:

1. Lo que podemos acordar como ‘naturaleza humana’ es una realidad dinámica biológica-cultural, sobre la que ninguna explicación que separe ambas dimensiones logrará explicar a cabalidad nada. Sin embargo, esto no obstaculiza la lucha social feminista.

2. En años recientes de ha extendido la teoría de la evolución humana para incluir de manera crucial la evolución cultural y la selección cultural de aspectos biológicos.

3. Cada vez es más claro que la hominización ha dependido de un entrelazamiento indisociable de cambios genéticos, epigenéticos, y selección cultural sobre éstos, donde aspectos como la crianza compartida, la prolongación de la infancia, y la hipercohesión social, son requisitos indispensables para la cultura acumulativa, y la dramática expansión cerebro-cultural humana. Este proceso continúa en épocas históricas: las conductas que los psicólogos evolucionistas suponen originarias de un pasado lejano y universales, se explican mejor con la evidencia de instituciones modernas (como el caso de la Iglesia Católica) forjando rasgos psicológicos modernos.

4. Los entresijos neurobiológicos y psicológicos de tales aspectos socavan la visión tradicional del hombre-cazador-promiscuo-proveedor como causal primario de la evolución humana: asuntos como la fluidez sexual, especialmente la femenina, y la empatía, cobran relevancia para afianzar la crianza compartida y la formación de una cohesión social cuyo carácter ‘híper’ es la gratificación y el placer, similar a cómo los bonobos emplean el sexo para forjar alianzas sociales. Aquí el tema de discusión es qué tanto son biológica o culturalmente heredados, sin ninguna disociación, asuntos como la prominencia de la empatía en las mujeres o la psicopatía en los hombres. Reciente evidencia neurocientífica y endocrinológica, y fallas metodológicas en la teoría de una división esencial e innata entre mujeres y hombres, socavan seriamente el respaldo biológico al concepto psicológico evolucionista de que mujeres y hombres tienen diferentes predisposiciones evolutivas sexuales.

5. Otra línea de investigación sobre la estructura social humana, muestra que lo anterior es el sustrato evolutivo para la predominancia del igualitarismo en sociedades modernas, que reflejaría la sociabilidad igualitarista ancestral. Notablemente, algunas simulaciones del surgimiento de la evolución cultural acelerada, comparadas con sociedades de cazadores-recolectores reales, fracasan bajo un modelo social de dominación masculina, y prosperan bajo un modelo igualitarista. Hay reciente evidencia de que las mujeres (y probablemente los niños) participaban en la caza.

6. La marcada división del trabajo por sexo y la desigualdad de género, como las conocemos hoy, se originaron en el neolítico. Hay evolucionistas que proponen que, de una antigua organización jerárquica y de dominio violento de los machos, se pasó con el Homo erectus (cuyos fósiles indican una disminución del dimorfismo sexual) a una estructura igualitarista, y que la problemática transición hacia la agricultura nos devolvió a la desigualdad de género.

7. La revolución agrícola ha sido tan mitificada como el hombre-cazador-promiscuo-proveedor. Hay evidencia paleontológica y arqueológica que arroja indicadores de desnutrición, enfermedades nuevas, epidemias, y elevación de la mortandad durante los largos 5000 años que duró el paso a la agricultura y el cambio de régimen alimenticio a los primeros cereales domesticados.

8. Este contexto cultural insólito condicionó la construcción social de la coerción sexual y reproductiva de la mujer, como respuesta al azote de las epidemias, las hambrunas, la mortandad, y la violenta formación y disolución de los primeros sistemas de control social (los estados). Hay un notable paralelo entre este entorno prehistórico y el aumento de la violencia sexual masculina en los desastres naturales (p. ej. en la pandemia de covid-19).

9. Otra línea de investigación, que revisa críticamente la teorización en la psicología evolucionista, muestra que menosprecia el papel de la mujer en la evolución, mientras enfatiza su atractivo físico, y su dependencia del hombre. La inconsistencia empírica aquí refleja una errónea enfatización de suposiciones bajo sesgo de estereotipos sexistas, que corresponden a una herencia cultural envés de biológica.

10. La teoría del construccionismo biosocial es un modelo evolucionista que supera esta deficiencia, al integrar los aspectos biológicos, psicológicos, y socioculturales, atendiendo la herencia evolutiva y la socialización de los roles de género, la desigualdad de género, y la lucha social por la igualdad de derechos. Esta teoría ensambla evolucionismo y feminismo.

11. Finalmente, el sesgo ideológico en el razonamiento evolucionista es tal que, al buscar refutar la teoría social y feminista, por ejemplo sobre la violación sexual, cae en falta de rigor científico e irracionalidad misógina, con graves implicaciones ineludibles de carácter ético y moral, como justificar la violación sexual.

El feminismo no tiene por qué rechazar el evolucionismo. No obstante, dada la historia de sesgo de género y androcentrismo en este, y con un creciente número de biólogas, psicólogas, antropólogas, con enfoque feminista, se debe prestar mucha atención a lo que se teoriza y divulga en este campo. Más allá del beneficio teórico-explicativo sobre el ser humano, al enriquecerse mutuamente las ciencias sociales y el evolucionismo con su intersección (p. ej. para informar programas de prevención psicológica en los desastres), los objetivos feministas universales (abolir la coerción masculina y lograr una igualdad de derechos que se cumpla), por supuesto, no necesitan justificarse evolucionistamente, ni requieren una legitimación científica para continuar plasmados en la lucha socio-política. Simplemente, una fundamentación construccionista-evolucionista, además de robustecer la teoría feminista, dificultará mucho la oposición conservadora y (pseudo)científica, que hoy sigue invocando «la ciencia» o «la biología» para justificar la discriminación por género (p. ej. el caso del empleado de Google despedido porque declaró, al criticar los programas que dan más oportunidades laborales a las mujeres, que las habilidades de hombres y mujeres difieren «debido a causas biológicas»–recordemos que este tipo de respuesta tiene 140 años de repetirse desde Darwin), o atacar al feminismo (como mostramos hacen Randy Thornhill y Craig Palmer), y esto ocurre tanto fuera como dentro del ámbito científico.


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